SUELO

TRASMALLO SEMANAL

Suelo mirar el suelo, es un vicio; después de hallar el primer billete, no se puede parar. El gesto, regularmente, es percibido como una mala costumbre. Cuántas veces se menciona en la infancia que la cara y la espalda deben enderezarse: ir rectas, al caminar y al sentarse, para así evitar una pose nociva para el cuerpo, para esquivar futuros problemas de espalda y dolores de cuello. Asimismo, se corrige la postura como una seña adecuada para el porvenir: afrontar la vida con dignidad, esperanza y voluntad; observar el panorama y estar dispuesto a recibir con altivez lo que se aproxime. Acaso, uno de esos correctores se pregunte al mirarme por la calle: ‘¿Qué le sucede a este sujeto, por qué anda con la cabeza gacha, como si no quisiera ver la vida de frente, evitándola?’ Pues bien, miro el suelo en busca de las infinitas fortunas diseminadas por La Providencia. 

Ignoro la fecha exacta del primer hallazgo pero puedo evocar la alegría infantil al advertir los billetes tirados en el piso como si un ángel los hubiera puesto en mi camino para su individual y selecto hallazgo. De los múltiples encuentros, quiero referirme, en esta ocasión, a tres específicos y significativos.

El primero de ellos —quizá el más llamativo y aleccionador— se dio en la adolescencia, a los quince o dieciséis años. Había anochecido y caminaba la primera de las seis cuadras que separaban mi casa del supermercado próximo. Por ese entonces, yo vendía —indebidamente, para la institución— algunos dulces en el colegio; los pesos de más que ganaba los gastaba sin falta cada fin de semana, dejando, únicamente, el dinero necesario para la compra de un nuevo paquete cada domingo o cada lunes. Caminaba (probablemente angustiado por la nota obtenida en una evaluación, por la entrega de un trabajo incompleto o qué sé yo, pero ciertamente intranquilo) cuando escuché el motor de un carro que recorría las calles a gran velocidad; al girar la mirada, la ráfaga me rebasó, y, de una de sus ventanas, volaron un par de papeles que fueron cayendo lentamente mecidos por el viento. Al perder de vista el vehículo, corrí a examinar lo caído y qué dicha experimenté al descubrir dos billetes nuevos de diez mil pesos. ¡Y que afortunado me sentí al comprobar su autenticidad a través de la luz de las farolas! 

Debí suspirar varias veces al continuar el camino —acaso pensando en la compra de dos o tres bolsas de burbujas— cuando una mujer se me acercó solicitando ayuda; yo, contento y al instante, se la ofrecí: le conté lo sucedido minutos atrás y le propuse dividir la fortuna. Ella, tan feliz del encuentro como yo, la rechazó enseguida: a mí pertenecía aquella ventura y no a ella, así quisiera compartirla. Callé y no supe qué contestar. Cambié el rumbo de la propuesta: le pedí que me acompañara al supermercado y, si veía algo que pudiera necesitar, quizá yo pudiera comprárselo. Ella accedió e inició la conversación: hablamos de edades, actividades, familias, y, por supuesto, de la tarea que íbamos a realizar. La mujer, astuta y supersticiosa, insinuó la compra de una lotería con el dinero hallado; aludí a la imposibilidad de la victoria y a un absoluto desconcierto en caso de ganarla (ocultaba mis inmediatas intenciones considerándolas idiotas y pueriles). Le pregunté por lo que ella haría y mencionó enseguida la instauración de un negocio: un comercio indispensable y necesario en la cotidianidad, una fábrica de papel higiénico. 

Al entrar al supermercado, buscamos el pasaje de los dulces —que conocía de memoria—, agarré dos paquetes de burbujas y paseamos por los diferentes pasillos; en cada uno de ellos yo, insistente, le preguntaba si esto o aquello podía servirle, y ella, con ese mismo empeño, rechazaba cada una de las propuestas. Salimos del almacén y caminamos de regreso; en el tránsito yo persistí y ella se mantuvo. Tan terca fue mi repetición que, en la última cuadra, nos quedamos sin nada que decir. Nos acercamos a la portería del conjunto y probé suerte por última vez: ¿qué podía ofrecerle después de haber probado la fortuna y no poder compartirla?. La mujer pidió (como aquella que excava los temas de conversación previos tratando de romper un diálogo incómodo) lo inesperado: un rollo de papel. Le pedí que me esperara y fui tan rápido como pude a mi casa: agarré la primera maleta que encontré y empaqué en ella no sólo tres rollos sino todo tipo de víveres (lentejas, pasta, arroz, latas de sardinas y atún) saliendo un par de minutos después a su encuentro. La puerta de la portería se abrió y no la hallé; le pregunté al celador por la mujer que me acompañaba y él respondió: ‘Usted llegó solo, Sergio’.

El segundo de los hallazgos sucedió en Máncora, Perú. Habíamos planeado, ingenua e infantilmente, el rodaje de un documental (sin concepto, ni historia —inspirado en Samsara y Baraka—) que, supuestamente, hablaría de las fronteras latinoamericanas y las múltiples costumbres vinculadas a cada uno de los puntos de un recorrido planeado. La travesía tomaría tres meses: el periodo correspondiente a las vacaciones universitarias de mitad de año. Al segundo mes me quedé sin dinero; recurrí a mi madre, y ella, paciente, me transfirió una cantidad. Quince días después se agotó. Máncora es —¿o fue?— un destino turístico que requiere, constantemente, de trabajadores transitorios en cada uno de los hostales, bares y negocios playeros. En dos de ellos ofrecí mis servicios de inexperto mesero, en el día, y, recaudador de dinero, en la noche. No era mucho lo que debía hacer: con la luz del sol, mostraba el estricto menú del restaurante y llevaba los platos solicitados; y, en la noche, cobraba la entrada al bar donde trabajaba. Pasaba la tercera madrugada de mis incipientes labores cuando, regresando al camping donde me hospedaba con mis dos compañeros, encontré, bajo una nueva luz de rústicas farolas cien soles peruanos agrupados en un mismo fajo. La acostumbrada y hermosa emoción infantil recorrió mi cuerpo: me tiré al suelo, sonreí y me levanté rápidamente; corrí sin descanso hasta las carpas de mis amigos y las golpeé entusiasta. Ambos se despertaron espantados, preguntaron por lo que pasaba y les revelé el motivo de mi alegría. Quería celebrar con ellos así que los invité a tomarse unos tragos: festejaríamos. Entre los tres decidimos ir a un bar —¿rematadero?— que nos habían recomendado algunos locales: pedimos tres cervezas acompañadas de tres tragos de ron y nos sentamos en la barra. 

Encontramos algunos de nuestros vecinos del camping, brindamos y observamos el sepulcral panorama. ¿Quién, después de haber bebido una noche entera, se podía mantener en sus cabales sin haber consumido alguna droga? ¿Quién, habiéndose drogado una noche entera, podía mantener una conversación cuerda y ordinaria con tres aparecidos? Nuestro grupo —el de los sobrios—, era excluido sin malvada intención. Nuestro objetivo, paulatinamente, se transformó: ya no éramos participantes de la fiesta; fuimos investigadores, exploradores y jueces de las circunstancias. Dimos explicación a los insultos, mediamos las incipientes riñas y juntamos romances impensables. Gasté parte del tesoro hasta la súbita detención de la música: una botella de cerveza fue reventada en la cabeza de uno de los asistentes. Era nuestro aviso de salida; agarramos nuestros tragos, salimos a la playa, presenciamos el amanecer y descansamos. Al día siguiente, asistí a mis dos empleos y abandoné mis labores. Era el momento para hacerlo. 

El tercero y último, en esta colorida selección, sucedió hace unos años. Le pedí a Ama que me acompañara, un sábado, a revisar, por tercera y última vez, un trípode que había analizado y estudiado innumerables veces en una particular tienda por la calle 67; el local —ubicado en el último piso de un edificio en apariencia residencial, apenas reconocible por una variedad de logos pegados a sus ventanas— ofrecía el producto con una rebaja suprema y eso me generaba cierta desconfianza. Ese día lo revisé con precisión: lo abrí y cerré, lo extendí, revisé su cabezal y su sello de originalidad, resolviendo, después de un extenso interrogatorio, comprarlo. La intranquilidad se disipó al pagarlo y llevarlo conmigo. Bajamos los tres pisos de escaleras, la puerta principal se abrió y salimos del edificio. Justo en la entrada, a un costado del tapete, Ama y yo, simultáneamente, nos fijamos en un billete de cincuenta mil pesos plegado en cuatro partes. ¿Era auténtico? Lo recogimos, desplegamos y comprobamos con la luz del sol. ¡Nos miramos, nos abrazamos y qué alegría sentimos! 

Luego llegaron las preguntas: ¿a quién se le pudo haber caído en un lugar tan inusual un billete de ese valor? La única oficina abierta ese día era la de los productos fotográficos; hicimos —cautelosamente— lo debido: subimos nuevamente y le preguntamos a la señora que nos había atendido si había perdido un billete; ella revisó sus bolsillos, sacó unos cuantos junto a unas facturas y preguntó por su valor. Le dijimos que, si lo desconocía, probablemente no era suyo. Agradecimos su atención y salimos de la oficina. Pensamos qué hacer con él y propuse lo aprendido: gastarlo inmediatamente; Ama aceptó. Compramos unas cervezas y unos cigarrillos. Nos sobró, por supuesto, dinero, así que decidimos reservarlo para la compra de un regalo de cumpleaños que se avecinaba; en eso se fue.

Hace una semana encontré mi primer dinero en Berlín; compré un par de cervezas y las tomamos en casa con Ama. Decidí el tema de la columna y la escribí con la máxima de las alegrías: rememoré cada uno de los hallazgos tratando de hallarme en ellos, tratando de revivir la alegría advertida, tratando de exhibir esa hermosa e ingenua sensación de sentirse elegido, tratando de escribir una circunstancia que únicamente puede ser vivida. Ay, qué extraña e indescriptible placidez, querido lector. Sólo me resta por decirle que, si alguna vez encuentra en el suelo algunos pesos, soles o euros, lléveselos y déjelos ir como han llegado: compártalos y disfrútelos porque, ni usted ni yo sabemos si serán los últimos. 

Anterior
Anterior

RISOTTO

Siguiente
Siguiente

AVECINARSE