RISOTTO
TRASMALLO SEMANAL
‘El recuerdo se basa en recuerdos, que a su vez se esfuerzan por conseguir recuerdos. Por eso se asemeja a la cebolla, que, con cada piel que cae, deja al descubierto lo olvidado hace tiempo, hasta los dientes de leche de la primera infancia; luego, sin embargo, el filo del cuchillo la ayuda a conseguir otro fin: cortada piel a piel, provoca lágrimas que nublan la vista’.
Pelando la cebolla, Günter Grass
Diariamente, mientras cocino, pienso y reflexiono; la cocina —para mí y para cuántas personas más— es un espacio formidable que invita a la introspección (no sólo durante el corte y la cocción de los alimentos sino también en el fascinante ejercicio de limpieza de platos, tableros y fogones); entre los temas que se presentan hay algunos recurrentes, y dos o tres de ellos pareciera que —en vez de aplacarse— se nutrieran y expandieran en el curso de las cavilaciones diarias. Quiero, en esta ocasión, referirme a uno en particular: la educación recibida en la primaria y secundaria. Presento, a mis comensales, la pregunta cotidiana mientras corto finamente las verduras: ¿Y si hubiera aprendido, en el colegio, las materias fundamentales del universo gastronómico? La cuestión inicial es ineludible, pues, durante el desayuno, el almuerzo y la cena el interrogatorio evoluciona y se agudiza; las preguntas, específicas y meticulosas, emergen suaves y regulares como las semillas de los cereales: ¿por cuánto tiempo debo cocinar estos granos, a qué responde el cambio de forma y color de las verduras, de dónde proviene esta legumbre, cómo se cultivan, cuáles son sus propiedades, puedo aprovecharlas integralmente? Con el hervor del agua el sentimiento de rechazo a lo aprendido se aviva: cuán inútil resulta esa sarta de información acumulada en mi cerebro, ¿cómo es posible que conozca y domine tantísimos asuntos irrelevantes y tan poco sobre mi alimento: acerca de las sustancias y elementos que requiero diariamente para vivir?
Uno de los comensales —burlón e irónico— recomienda cocer mi cerebro con sus insulsas sustancias algebraicas y trigonométricas pretendiendo aprovecharlas en medio de una hipotética circunstancia catastrófica: ‘Es probable que, si te quedarás solo —absolutamente solo— en una selva, en el desierto, en la ciudad, incluso en el campo, mueras, eventualmente, envenenado o de hambre por tu ignorancia’. Aludo a la improbabilidad, pero él insiste, puntualiza y exige un asentimiento concreto; admito mi ineptitud frustrado: lo reconozco, no podría subsistir. Me culpo y, en mi defensa, una asistente apacible acusa a la institución: ‘Fue aquello lo dictado, era ese el pensum de estudios académicos en la época: geometría, historia, geografía, español, inglés, religión, etcétera. Y no: el mejor de los estudiantes, consagrado al estudio riguroso de la biología, la química y la física, tampoco podría diferenciar —en caso de una recolección fortuita bosque adentro— cuál de estos hongos es venenoso y cuál nutritivo. O quizá sí, pero erraría sin falta en la selección del arroz apropiado para la preparación de este risotto; fallaría también en la elaboración de un queso parmesano, de un aceite de oliva, de una mantequilla cualquiera. Tendría que experimentar y cuánto tiempo le tomaría aquello. Quizá, nuestro aplicado alumno —en el ridículo escenario que usted plantea—, consideraría, primeramente, agotar los suministros inmediatos: ir al supermercado y seleccionar, guiado por etiquetas, cada uno de los productos necesarios para sus múltiples recetas. Sin embargo, nos hallamos en la abstracción inicial: es probable que, si estuviera a kilómetros de distancia y acabará las innumerables comidas enlatadas y los alimentos preservados, su inexperiencia y su soledad lo fulminen.
Un sombrero de fieltro oculta parte del rostro de un invitado anciano: ‘Permítanme, me gustaría añadir una variante necesaria a esta discusión: nos hemos anclado en los saberes vegetales pues es ese nuestro puerto actual; sin embargo, hace unos minutos escuché, entre las risas y los rumores, un comentario soso e ingenuo: el sujeto afirmaba que, imaginándose en la circunstancia descrita, no vacilaría en matar, con sus propias manos, al primer animal que se le atravesara por el camino para luego asarlo y comerlo con el mayor de los gustos hasta saciar su apetito. Lo cuestiono; les pregunto: ¿sabrían cómo hacerlo? Cierro los ojos, concibo la imagen y me atraviesa un terrible escalofrío; supongamos que ha leído y comprendido las instrucciones (se le permite, incluso —como a un niño—, realizar la evaluación con los apuntes y el libro abierto): ¿podrán sus brazos torpes y débiles agarrar al animal, tendrán la fortaleza física y mental para doblegarlo, clavará el cuchillo en su pescuezo para desangrarlo? Quizá usted lo hunda pero puedo asegurarle que su incompetencia producirá el enérgico y desconsolado berrido del cerdo, el mugido alterado de la vaca, el retorcimiento corpóreo de la gallina. ¿Qué hará entonces: les atravesará de nuevo el cuchillo, les serruchará el pellejo, dejará que se desangren lentamente provocándoles una muerte tortuosa, sanará sus carnes heridas entre sollozos? Alarguemos la necedad: ¿piensa usted que su carne y sus órganos estarán listos para calentarse en la sartén? No es esto una película: a su playa no irán llegando, como regalos del cielo, las herramientas necesarias y apropiadas para vivir por años; el segundo mordisco del hígado ensangrentado, y aún con pulso, le producirá una diarrea tan profusa que le removerá el estómago y los intestinos ocasionando una deshidratación severa; los cuerpos de sus sacrificios se pudrirán; y cuánto más… Usted pertenece al mundo manufacturado, a la industrialización de la comida: subestima el alimento porque ignora su procedencia.
Una mujer joven pide la palabra (es la primera vez que oigo su voz: ha escuchado y atendido con suma paciencia las conversaciones seniles y fluctuantes): ‘Ignoro la utilidad de mi aprendizaje pues tampoco ha llegado el momento de ponerlo a prueba, sin embargo, nada perderíamos con intentar: se podría implementar una clase, querido anfitrión; podría ser, de hecho, un departamento —tan relevante como el de ciencias naturales o matemáticas—. Poco importarían los estilos de corte, la confección de platos elaborados, la gastronomía pomposa y elegante, la jerarquía de los cubiertos, la preparación de salsas exquisitas y refinadas, la etiqueta… nada de hacer pasteles para las mamitas y los papitos en sus días; se implementaría, en los colegios y las escuelas, una clase de gastronomía funcional: en ella se aprendería el conjunto integral de conocimientos sujeto a los alimentos. Habría, ciertamente, una conexión estrecha con el organismo humano: requerimientos vitales y formas de obtención de los alimentos esenciales; se agregaría, sin falta, el enlace esencial con el ecosistema: protección y conservación. Los temas y los objetivos son infinitos, sin embargo, el propósito cabal del área sería educar personas que puedan vivir de la naturaleza, se reconozcan y examinen minuciosamente su hábitat. Resulta evidente: ¿por qué se desconoce la procedencia de las legumbres, el origen de los animales, los cultivos, el mantenimiento y la cosecha? ¡Pero si estamos hablando de los saberes primarios del ser humano! Esto debe existir. Las materias del departamento de Alimentación —columna vertebral del aprendizaje—, se integrarían, naturalmente, al resto de las asignaturas: a la biología, a la matemática, a la química, al arte, a la historia e incluso a la religión, también a la educación física. ¿Por qué se ríen? Fíjense en los músculos férreos de las campesinas y los campesinos en cualquier país del mundo. El nexo es evidente, los ejemplos están al alcance de la mano: en Colombia el arroz se cultiva en el Guaviare y el Magdalena, proviene de Asia y llegó a América a través de los barcos de esclavos. En esa única frase hemos atravesado la geografía, la biología y la historia. ¿Qué opina nuestro anfitrión?
Yo la escucho, los observo y me convenzo. Los leo: repaso cada una de las líneas con la cuchara de palo, y los hombres y las mujeres presentes, me mueven, me agitan, me cocinan, me guisan, me preparan. Me dejan a fuego lento para que sea yo el que me funda, el que me mezcle con el alimento, el que se evapore, se tueste, se condimente, se sazone. En los fogones no se cocinan los alimentos, se cuecen mis entrañas. Son relevantes los temas que nos atañen pero más importante resulta el movimiento: la creación de diálogos fantasiosos, las respuestas heroicas, los gritos de felicidad, el remordimiento y el placer de, al fin, comer.