SEÑUELO
A Nicolás Vizcaíno Sánchez.
Fui yo quien lo mató, y esa culpa es tan única y tan mía, como esta firma que asegura su vida; ya los peros, las excusas, las intenciones, o su falta, a nadie interesan, mucho menos a mí. Es verdad: los primeros meses el asunto fue tratado con guantes y pinzas, nudos y barullos que escondían la única verdad: fui yo quien lo mató. Fui yo, también, quien lo encontró tirado en el piso de la cocina, en medio de temblores y convulsiones transitorias, con la jetica llena de tabaco, la lengua colgando y las encías tan blancas como sus dientes. Desde la puerta lo había llamado, y había vuelto a hacerlo mientras me quitaba los zapatos, guardaba el abrigo y prendía la luces para ver su figura apenas madurada. Ay, con qué calma me acerqué y acaricié por última vez su cuerpo vivo, con cuánto cariño rocé su lomo caliente y sus músculos nerviosos. Una docena de veces lo habré llamado hasta comprender —¡con qué lentitud por Dios!— que algo sucedía; hasta por fin despabilar y sentir la baba caliente levantándole el hocico. Mi perro Recuerdo agonizaba mientras lo llevaba en mis brazos, y ambulaba por las calles maldiciéndome y pidiendo ayuda. ¿Pero quién iba a ayudarme en este pozo de energúmenos, y por qué habría alguien de socorrerme? Si mío y sólo mío era Recuerdo. Corrí tan rápido como pude hasta hallar un único aviso encendido.
El médico hizo lo suyo, prestó el servicio: trató de reanimarlo, lo abrió de un tajo, tanteó sus vísceras y salió del quirófano a explicar la causa de muerte. En la sala de espera yo rezaba y prometía, a Dios y a la vida, cambios definitivos que serían desechados con la fatal noticia. El animal se había tragado un cerro del vicio, y su estómago, su tráquea, incluso sus intestinos, habían fallado. Esas cosas pasan —dijo el médico— puede despedirse del cuerpo si lo desea —continuó retirándose los guantes ensangrentados—. Yo sacudí la cabeza y el hombre ofreció, por una cantidad cualquiera, hacerse cargo del cadáver; pagué y salí de regreso. Triste y culpable me daba golpes de pecho pensando en mi puerca suerte, en mi suerte entre tantas, en mi vida entre millones, y no en la cruel agonía de Recuerdo. Abrí la puerta del apartamento, recogí el tabaco regado por el suelo, limpié lo que podía aún fumarse y aseé, con una bruma lacrimosa, la cocina. Armé un cigarrillo, salí al balcón y a la segunda calada, regresé: en un solo impulso, aprovechando la adrenalina que aún transitaba por mi sangre, agarré sus pertenencias y las tiré al basurero. Cuánto me estaba doliendo fumar. Me tiré en el sofá y lloré por horas, lloré como el niño que ha tenido que despedirse de su mascota; lloré y fumé, fumé y lloré. En momento alguno me levanté; las cenizas se fueron acumulando en el suelo, y dormí hasta no ver más allá de mis manos: ciego por la niebla de mi propio bar invernal.
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No sé ya si han pasado semanas o meses desde su entierro, y el mío. He comido y dormido únicamente para mantener la cordura, de lo contrarío me habría desvanecido. El problema del tabaco es que el cuerpo se acostumbra a su juiciosa necesidad, y se fuma una y mil veces, tras el pensamiento indeseado: cuando la imagen, la frase, la acción pasada o futura, corre por la cabeza y a su paso sujeta todas las escenas vividas o imaginadas en un único hilo eléctrico que destruye toda seguridad previa; así domina y arrastra los brazos, las manos y los dedos. Previo a la muerte, el vicio existía, mas era Recuerdo quien lo medía con su instinto sereno, tasándolo con sus necesidades, siendo faro y guía del sendero. Era Recuerdo quien me despertaba soplando mi cara o lamiendo los dedos de mis pies —llamando tímido mi atención— para después dar un ladrido enérgico al advertir el primero de los movimientos. Entonces me levantaba, agarraba su correa, armaba un cigarrillo y era él, y no yo, quien me acompañaba; era él quien se paseaba por el parque y se tiraba al prado, corría, ladraba y se distraía llenando el sentido de mis días. Luego regresábamos, volvíamos para que eso otro sucediera: eso que son las horas y los minutos y los fragmentos de tiempo que pasan lentos y frígidos en las jornadas diarias. Recuerdo me esperaba con sus patas cruzadas y su cuerpo tendido en el suelo, escapando a veces de la luz, a veces de la sombra, acomodándose a mi espacio, paciente, rebosante de generosidad. Fue esa su actitud cada uno de los días, sin irritarse por las demoras laborales, conteniendo su ansiedad, reprimiendo su gana intensa de vivir. Sin embargo… No, para qué ensuciar su vida con ello. Recuerdo me habrá querido tanto que quiso matarse como yo quería hacerlo.
La vida se opacó sin su presencia: no tenía memoria alguna pasada y el tabaco se aprovechó de la orfandad; déspota se apropió de mis días y dictaminó los horarios. Pronto el vicio fue principio y fin, anhelo y objetivo, espacio y tiempo. Todo, como Recuerdo, tuvo que ver con él: mis pausas se alargaron, las relaciones se acortaron y esa otra vida, la absurda pero obligatoria vida, me tumbó con sus embotamientos. El primero de los ataques sucedió el 12 de febrero, y por semanas ¿o meses?, no sólo su duración se ha ido extendiendo, también los síntomas se han agudizado. Fueron ellos el principio del fin, y sólo algunos permanecen en mi memoria: puedo contarlos con tres dedos de la mano.
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Tendido en la cama fumo el cuarto cigarrillo del día con un vaso de café en la mano cuando un temblor febril se apodera de mi brazo; suelto la taza, acomodo el cigarrillo en mi boca y despliego mis dedos tratando de apartar el espanto. Entonces mi labio vibra y no puedo controlar su convulsión: el cigarro cae sobre mi pecho y pierdo la conciencia, me desmayo. Abro los ojos y, en mi despertar, no recuerdo dónde estoy, ni mi edad, ni mi condición, ni qué día es, ni por qué estoy acostado, ni por qué siento húmedo el brazo y encendido el cuello. Giro mi cabeza, busco hallarme y siento que una mano inmensa agarra mi cabeza estrujándola y exprimiéndola con una fuerza descomunal; me froto la frente y una burbuja crece en mi pecho agrandándose paulatinamente llenando mi boca y mi garganta, y siento que el esternón se va a reventar de repente, puedo advertir cómo cruje el hueso. No puedo gritar, ni mover los brazos, ni las piernas, ni los dedos hasta que la burbuja finalmente explota, liberándose también mi cráneo. Respiro, por fin respiro; me siento, veo mis pies y vuelvo, lentamente, vuelvo. Muerto de pánico regresa mi cuerpo y me levanto: voy al baño; el agua brota, me siento en la ducha y me acuesto, floto. El agua se desborda, me sumerjo y observo mis manos: trato de quitarme las manchas amarillas de los dedos. Camino desnudo, me corto las uñas, me peino y un alivio pasajero llega. Me olvido de mí; algo falta. Doy vueltas por el espacio, agarro el tabaco, lo cubro con el cuero, lo quemo, lo apago, armo uno nuevo y, harto, quemo mis entrañas hasta recordar, hasta que Recuerdo surge y se asienta en mi cerebro; me hierve la sangre por haberlo olvidado, y fumo de nuevo, fumo una y otra vez ubicando a Recuerdo en el pedestal de la memoria para nunca ser olvidado.
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Pasa una semana, o un mes, o quizá fue ayer, cuando un nuevo ataque me asaltó con intensidad; ahora, camino al metro. Prendo el cigarro que se ha apagado por la lluvia y, al carburarlo, el encendedor cae al suelo; en mi intento por recogerlo, mis rodillas tiemblan, mi cuerpo se paraliza y cae lentamente al pavimento, inerte como un palo tieso y pesado. El agua se acumula en uno de mis ojos, la lluvia cubre mi cara y, nuevamente, me desmayo. No sé cuánto tiempo ha pasado pero ha anochecido, y no recuerdo la ciudad que habito, ni lo que hecho para estar acá, ni dónde resido, ni por qué estoy tirado, ni por qué el paladar me sabe a tierra, ni por qué me duelen los brazos, ni por qué no puedo moverme. Un millar de hormigas recorren mis manos y mis pies; mi cuerpo suda y se incendia. Mi boca está tan seca como la arena y la saliva es una única baba que no crece ni se desprende, sólo pasa de un labio a otro, y mis ojos pierden la claridad: sólo veo manchas grises, amarillas y verdes que se intensifican o se rebajan aleatoriamente. Cierro mis ojos y espero, espero y cuento los números que puedo recordar: del uno al cinco y del cinco al uno, cinco veces seguidas. Abro los ojos y observo la luz de las farolas, y el paso apresurado de una pareja. El instinto es superior y me sienta, me para y mueve mis piernas sin dirección; me estrello, me raspo, me derrumbo y me paro, topándome después de horas con una calle familiar. Corro y trato de abrir cada una de las puertas de los edificios hasta dar con la indicada. Giro una nueva llave, me quito la ropa, me acuesto y me refugio en mi cuerpo; me agarro la cabeza y susurro lo que puedo: las palabras sabidas, las explicaciones, las razones, las causas y consecuencias; me cercioro de su verdad. Arrojo la cobija al suelo y me levanto acelerado: ¿dónde está mi tabaco? Abro el bolsillo de mi abrigo, saco la bolsa, despliego el cuero, reparto la montaña y la cierro con mi lengua. Tiemblo con violencia: no puedo sostener el cigarro; lo poso dos veces más en mi boca siendo finalmente desarmado por mi mandíbula agitada. Caigo al suelo, a la baldosa blanca y negra donde, donde… donde Recuerdo, y sólo en ese momento vuelve a mí, vuelve después de cuántas horas sin él, después de tanto olvido. Golpeo incontables veces mi estómago, mi cabeza, mis piernas y mis brazos embutiendo su imagen en mi piel, en mis órganos, en mi espíritu.
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Ayer, la noche pasada, hoy, ¿cuándo?, un nuevo ataque ocurre. Busco sueño y trato de controlar el mal: doy vueltas en la cama e imagino: pienso en el cigarro del día siguiente, de un día próximo, el que llegará al despertar; casi puedo saborearlo: lamo el cuero, entra el humo y siento cómo se comprime en mis pulmones para ser soltado segundos después. Aspiro una vez más y la cama gira: da una vuelta y otra más, acelera su rotación; me desmayo y me despierto sucesivamente a punto de vomitar. Tras horas, finalmente, el movimiento cesa. Ha amanecido: abro los ojos y las cortinas brillan; es lo único que reconozco, lo único que comprendo. Ignoro las palabras y su sentido, no tengo otro conocimiento que ese: el concepto del día, que se muestra plácido y suave; pero el dolor llega: mis extremidades se doblan, se tuercen y se enroscan; ahora sólo comprendo el dolor, un suplicio progresivo. Sufro: mis piernas y mis brazos están por partirse en mil pedazos, mi mente no puede más y agotada se funde. Abro los ojos y ha oscurecido. Siento la humedad en mi cuerpo, me cuesta moverme, me falta la fuerza; las sábanas pesan más que mis músculos, más que mi piel. Sediento, me arrastro por el apartamento: trato de hallar un poco de agua, un alimento fresco. No pido más, no quiero más de la vida. ¿Por qué me pasa esto, qué estoy pagando, de qué forma he hecho sufrir? Sí, él: Recuerdo; el vicio de Recuerdo. ¿Dónde están; dónde estás Recuerdo? Lo llamo una y otra vez desde el sofá, hallo el tabaco desperdigado y los cueros rotos; limpio uno de los lienzos, distribuyo la materia y, haciéndolo, olvido lo que hago. Momentáneamente lo olvido, y vuelvo a mí. Vuelve Recuerdo y debo recordarlo: debo matarme como él se ha matado. No puedo olvidarme de él, y sujeto la hoja, la enrollo, paso mi lengua y olvido lo que hago, olvido a Recuerdo, y debo recordarlo: debo matarme como él se ha matado.
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Rallo, piso, brota, emana. ¿Qué? Una incógnita, una raya, un animal inmenso que navega, o uno pequeño que se pierde entre miles. Un punto tan ínfimo como este; como este que se alarga, como este que le da forma a las figuras, y le da una apariencia a su nombre en este cuero, y en todos los que pueda haber en la tierra, en todos los animales, humanos y sagrados —en las vacas pomposas y poderosas también—; así como en la propia y la ajena, que es tan sucia, infecta y enferma como la mía. Grabo, con una puntilla, con una máquina, con un pincel; en una película, en una imagen, en la tierra, la arena; de ser preciso en el agua, en la sangre, en el mar. En los líquidos que corren y transitan por todas las materias. Todas. No me importa cuántas. Las que surjan, las que pueda contar con todos mis dedos, y los prestados, y los fiados. Si no, serán creados; origen de las plantas, de los órganos, de los cultivos. Marco con un hierro caliente: un hierro creado por mí, para mí, y que sin mí puede, también, ser usado. Por otros, como el grafito, la madera, el algodón y la roca fueron tiranizados. Ay, con ansiedad, con esta bruta ansiedad. Porque es bruta y torpe. Agresiva. Tacho y pinto. Limpio y se troza la página. Mana un hoyo, un volcán negro, un hueco por donde la tinta se derrama en cada uno de los cuadros de uno por uno en un cuaderno. Rasgo el inicio, elimino las letras. Las letras que no son mías. Mías las formas, las siluetas, los esquemas, los brochazos, que se prolongan, son elásticos como una goma, una aplastada, que atraviesa el tiempo, y el fuego, y la lluvia, y la emoción, y la gana de escupir sobre la manta tallada, de arrastrarme por el suelo, y bailar, sin canto ni ritmo ni clave ni orden. ¿Para qué el movimiento cronológico? Para ir de un punto a otro, para señalar con las uñas el instante exacto, el segundo preciso, la acción concreta en concreto, para agarrarla y separarla con unas tenazas monumentales y darle su lugar, un podio, un premio. El primero y el último, único competidor. Ganador y perdedor de todas las batallas. Abucheos, sonrisas, lágrimas. Culpa, alargada, lívida, blanquecina, como una aguja, así de fina, tersa como la i.