CANSADA
Nos preguntamos con Juliana Toro ‘¿Por qué tan cansada?’. Ella ilustró e hizo la magia risográfica. Yo escribí.
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¿Buena? Esta máquina es excelente; bueno es poco, o cualquier cosa. Bueno es almorzar, llenándose apenas, para después pasear por el parque y ver los pajaritos. ¡Eso es bueno! Esta máquina es ma-ra-vi-llo-sa; para mí —y yo sé de qué le hablo—, lo mejor del mercado: profesional y aficionado, antiguo y actual; nada le falta, nada le sobra. Jamás escuché del más mínimo error de fábrica, y llevo años —muchos— en este oficio. Y no sólo vendiéndolas; estudiándolas, detallándolas, cuidándolas. Manufactura real: un ensamble del carajo, y ese cuidado de los espejos, los metales, los plásticos… de no creer. Pero ya le digo: yo mismo lo vi. Una máquina revolucionaria, ¿buena? ¡Ja, hermano!.
Hasta pesar me da por los japoneses: se dispararon a los pies. Claaaro, eche cabeza: este fierro —solito— levantó la empresa, de eso no le quepa la menor duda, pero después, ¿después qué podían hacer? Magínese: llorar y cruzarse de brazos; ponerle velas al santo y esperar un milagro. Esta es una máquina para toda la vida, toda. Una sola compra: para usted, para sus hijos, para sus nietos, para toda su descendencia. Se acaba con las cucarachas, y fun-cio-nan-do. Ni baterías necesita, no las necesita. Hombre, no. Dispare, adelante. De nuevo. ¿Lo ve? Exacta, como un relojito suizo. Y el tamaño…¡justo! Compacta como ella sola. Pruebe: guárdesela. Esa vaina; ahora en el morral. ¿Se fija? Dé una vuelta por el local, eso. ¿Qué tal? Y sólida como un verraco; ella todo lo resiste: golpes, choques, balas, bombas.
¡Ja, loco! En el laboratorio me he metido en la película: estamos en la guerra, en el mismísimo campo de batalla corriendo del silbido de las balas, cuando, de repente, algo me impacta: ¡PAM! Caigo al suelo, maldigo, luego rezo, asustado me levanto la camisa y qué emoción siento cuando veo la munición atascada en los espejos. Por poco y lloro. Qué belleza: mi máquina me ha salvado de las máquinas. Entonces me paro y sigo mi camino, el que sea: en la selva colombiana, en el desierto mexicano, en las cumbres palestinas; y ella sigue ahí, a mi lado, coleccionando medallas. Quién sabe ya cuánto monte, y cuánta calle, y cuánta jungla ha cruzado, y mírela: intacta. (Y cuánta gente no hay así, ¿no? Mirando al frente, con dignidad: imparable, impermeable, inoxidable, y todos los ables que pueda haber, todo lo soportan: lluvia, desierto, páramo, nieve, tempestad, tristeza, humillación, deshonra. Todo, mi viejo. Y sigan, firmes. Párese a las cuatro y a darle).
Así es con ella: usted se despierta en su cama, motivado para empezar la labor, y ella ya está lista para trabajar; desde hace una hora está en la puerta esperándolo, desesperada por salir, leal como un perro. Agárrela otra vez, sin miedo. Eso, siéntala. ¿Y? Es que hermano, hasta en eso pensaron: que usted la empuñara y quisiera hacer, ¡hacer al instante! Única en su especie. Sí, sí, sí, ahora imagine cómo es el maní cuando usted la compra; al momentico hace parte de la familia. La amarra, la bautiza y, en adelante, todo el mundo tiene que ver con ella; la presenta en la reunión familiar y se acercarán a decirle: ‘Ay, tan bonita’, entonces usted detiene esa mano: ‘Bonita su camisa, viejo. Esto es un instrumento de trabajo, un artefacto de lujo: los puntos sobre las íes, tío’.
Hasta risa da, pero es la verdad: por poco y ella sola hace el trabajo. Necesita, única y exclusivamente, ser cargada: mostrarle el mundo, transportarla y ubicarla en el lugar indicado, y párele bolas al resultado. Hermano, es que, incluso usted cambia: su cuerpo se convierte, su mirada se transforma, es otro el aire que respira. ¿Si pilla? Eso es lo que produce esta máquina. Es que esto no es una máquina, esto es, esto es… un paradigma de la ingeniería. Y mire, a mí me fascinan los aparatos actuales —porque también los he evaluado— pero cómo joden, y cuánta vaina hay que agregarles para que funcionen. Con esta usted sale y estuvo.
Ubíquese en la acción: se limpia la cara, se pone el pantalón del día anterior, guarda un par de pesos en la billetera y hágale; eche monte y eche calle. Se compra una merienda, reposa, ella toma el sol, y siga; ahí está para usted: presente y a su disposición. ¿Qué hay pa’cer? Día y noche, todos los días, todas las semanas, todos los años y, en menos de nada, usted no puede vivir sin ella, ¡no puede!, y se vuelve fundamental para cualquier plan: primero sale sin zapatos que sin su máquina. Así es, uno tras otro: uno y luego el dos, para que llegue el tres y el cuatro, hasta que la relación se formaliza y ahí ya no hay vuelta de hoja: es una extensión de su cuerpo, y sin ella, usted no vive.
¡Pero ojo, viejo! Una cosa sí debo advertirle: usted tiene que comprometerse, debe escucharla, observarla, ocuparse de ella, darle la atención que merece, y sólo cuando ella siente su cariño, inicia la magia: la luz se enciende y empieza a hablarle, a botarle los atajos y las pistas, le indica las direcciones, los movimientos y las velocidades, se destapa y florecen los misterios y secretos. ¡Así es! Pregunte y verá. Todo se lo dice, todo: hasta el ánimo diario, y como es de una sabiduría tremenda, si tiene algún malestar, se lo transmite. Pa’Dios. Tan pronto usted la agarra, ya lo sabe: ‘Uy, y esta vaina’, y haga la labor: llévela al spa para que la limpien y la engrasen, para que se restaure y regrese con coraje.
Nooo, pero viejo; si le estoy hablando de un mantenimiento cada diez años, o más, eso no es que cada seis meses comience con la fallita. Nada de eso. Vea, incluso conozco gente que se encarga per-so-nal-men-te de su cuidado; no se la sueltan a nadie. Después de un par de décadas con ella la celan como un verraco. Sí, señor. Acá han venido, y les he preguntado: ‘¿Me deja verla?’, y eso sudan, y se sinceran —porque saben que yo respeto ese apego—: ‘Jefe, esta es la clave del banco’. Y ella también se resiente, no crea: suéltesela a alguien para ver cómo regresa: rara, diferente, afectada. Debe entonces acariciarla, mimarla, y sólo después de un rato, vuelve a ser la misma. Que si la gente se disgusta: pues hermano, usted deja a ir a la gente porque ella es incondicional: en la salud y la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en el silencio y en la pereza, consumida, ajada, vieja pero no mamada. Del carajo.
Es que, viejo: ¿qué es esa vaina de no apegarse a las cosas? Claro que hay que apegarse: quererlas, darles amor. Como el que dice: ‘Yo nunca he hablado mal de nadie’. ¡¿No?! ¿Me dice entonces que no le ha mentado la madre al tirano, al avaro, al que humilla y golpea al desgraciado? Desconfíe de aquel que todo lo abraza. Tampoco estoy diciendo que usted va a dar su vida por ella (¡Aunque ha pasado! Ejemplos por miles, vaya e investigue), pero hay que querer las vainas, el oficio, el medio, las herramientas, hermano. Y ese amor es correspondido, se lo aseguro; sólo amor le da esta máquina y sólo con amor debe ser tratada. Esto no es un objeto para salir del paso.
Antes de cada trabajo, piense siempre, reflexione, analice: ¿ella merece este desdén, el trato indiferente, el desinterés?, y luego cambie el personaje, es ella quien le pregunta: ‘¿Debo responder sin cariño, sin amor, hacer sin más para entregar, por obligación, por presión, afanada, por el qué dirán? Hagamos con amor o rindámonos, abortemos la misión y vendámonos’. Ya lo ve, mi viejo, pura sabiduría trae esta nave.
Entonces, ¿se la lleva?.