DAFFKE

Daniel Moreno me mostró esta pintura en un bar y decidimos escribir sobre ella. Su poema cierra este texto.



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Antes de su llegada, el director del Establecimiento convocó al escuadrón encargado del bloque oriental en el Centro de Detención Provisional para una asamblea extraordinaria; a las cuatro y treinta de la mañana, doce guardianes recibieron la instrucción —directa y amenazante— de derrotarlos y mantenerlos callados, pero vivos, en los meses, o años, que pudiera tomar el juicio; la orden venía de afuera, y de otra altura: una distante e influyente que nadie se hubiera atrevido a cuestionar. Y ellos no fueron los primeros en acatarla: desde su proceso de captura, la noche previa (tras los asesinatos ocurridos en la casa de campo del Ministro de Defensa), los sospechosos ya habían sido castigados por la policía; el estado en que fueron recibidos se encuentra en el informe médico del CDP: las fracturas, los hematomas y las incisiones se dieron durante el arresto y el traslado. Desde su llegada —ensangrentada y a rastras— se pensó que no iban a durar, por más vida que quisieran darles.

No eran criminales con casa ni recorrido, ni siquiera de poca monta: sus expedientes estaban tan limpios como sus dientes —lozanos, labriegos, honrados—, y en prisión, esto sólo puede ser síntoma de rechazo o gana de degradación. Para nadie es un secreto que, gran parte de los presos ha hallado en las prisiones su único hogar, y por eso reincide: los delincuentes van y vienen con cierta calma, y recorren el pasillo central —en cada caída— con la misma serenidad con la que un ciudadano ordinario pasea por las calles; en el presidio han construido su vida: dominan el espacio, comprenden las dinámicas diarias e incluso se alimentan y viven más a gusto que estando en libertad (a costa, por supuesto, del residuo). Así también hay otros que admiten sin reparo su crimen: desean cumplir su condena y pagar sus faltas; sin embargo y por desgracia, en el tránsito se corrompen, se marchitan, se les pudre el cuerpo y el alma, acoplándose finalmente a la masa (un proceso que se podría calificar, en ese universo, como natural). Hay unos pocos, obstinados, que preservan su integridad, y aguardan con extrema paciencia y vigor, su excarcelación: ciertamente habitan la prisión, mas negocian —con sigilo y algún dinero— el trato distante y estricto con sus pares, incluso con la autoridad; ejercitan entonces la esperanza —única virtud imprescindible en el presidio— y oran, enseñan, aprenden o trabajan: a alguna de estas actividades se aferran transformándola en báculo y amparo de su vida. A estos seis sujetos, se les podría haber encasillado inminentemente en este último grupo, pero otra fue su suerte teniendo a la guardia de enemiga.

En la prisión no se obedecen pareceres: el procedimiento fue decretado y la historia construida. Desde luego la prensa hizo su labor: tres periódicos distintos exhibieron en su primera plana las fotografías de las atrocidades sucedidas; cada portada fue acompañada por un breve relato en el que se enaltecía la monumental hazaña de la policía al capturar a la pandilla de maleantes, y, a un costado, se vinculaba, extensamente, a estos pobres diablos —¡desde la primera de las ediciones!— con los delitos. Algunos desgloses fueron más allá y los tildaron de rufianes solapados y terroristas entregados a un sinfín de causas políticas nacionales e internacionales; incluso, uno de los redactores los asoció, por su supuesto modus operandi, con asaltos y atropellos cometidos años atrás en múltiples regiones. A nadie extrañó la prontitud con la que se construyó su currículo, y fueron —en cuestión de horas— condenados social y penalmente por las muchedumbres horrorizadas en las plazas: ‘Castigo ejemplar, sanción sin piedad’, exigían a una misma voz. Las órdenes del cielo y del pueblo se siguieron; al cruzar el primero de los corredores los seis jóvenes reconocieron sus nombres y apellidos: desde los patios se les llamaba, insultaba y provocaba.

Según la ciudadanía, su trato a lo largo del juicio fue educativo: por más de un año permanecieron en seis celdas separadas sin posibilidad de comunicarse, con las luces encendidas —día y noche—, recibiendo una comida y una hora de sol diaria. Un equipo de guardias experimentados se dispuso para su absoluta disminución: la secuencia de azotes, golpes y barbaridades —dadas a conocer en los medios, sin pudor alguno— eran descargadas diariamente en dos jornadas: una en el día, la otra en la noche; la primera de ellas esencialmente física, la segunda sicológica: reventar los órganos y engendrar el miedo. Las gentes exigían, diariamente, información sobre la evolución del proceso, y los gobernantes aprovecharon el apogeo del crimen: versados juristas abrieron nuevamente el debate sobre la pena de muerte, la insuficiente cadena perpetua y las numerosas facultades de los presos. De poco más se habló por meses, aún más en su pueblo natal, donde surgieron repentinamente, entre los pobladores, antecedentes fantasiosos. Padres, madres, hermanas, tíos y abuelas fueron cuestionadas sin posibilidad alguna de defenderse, sin el derecho de proteger al menos el nombre y la honra propia. De las seis familias sólo una se mantiene en su poblado original, las otras se separaron y se esparcieron por los países aledaños; mucho se dijo, años después, de los familiares que desaparecieron súbitamente regresando a sus viviendas, de los hombres que inesperadamente no despertaron, de las mujeres que fueron despedidas sin justa causa, del reputado y autorizado veto de compra y venta de alimentos. 

¿Y los jóvenes? El primero de los años aseguraron a capa y espada su inocencia: repitieron una y otra vez, en cada uno de los interrogatorios, que nada tenían que ver con los homicidios, que esa noche regresaban —como todas las noches, desde hace un año— a sus casas; exigieron, con la poca fuerza e influencia que tenían, una revisión de las pruebas que los incriminaban; luego, las suplicaron. En los calabozos rescataban la comida, y en los pasillos, se escuchaba el cansado arrastre de los grilletes; había días que, por el peso de su andar, no veían el sol: llegando a la puerta del patio debían inmediatamente regresar para así evitar la sanción por su demora. Nada es una hora. Esperaban todos los minutos y los segundos del día, la corrección fortuita de su tenaz rumbo: la desdicha debía desaparecer como había llegado, sin aviso. A los abogados asignados les suplicaban la presentación de una demanda ante los jueces y las cortes para recuperar un poco de su humanidad; los hombrecitos hacían lo que podían pero otros tiempos eran aquellos (¿o quizá los mismos de hoy?) y los altos mandos, con sus gruesos tentáculos, lograban —favorecidos por el público— continuar con su implacable tortura; ante la más mínima muestra de piedad, surgían, cada semana, nuevas imágenes, detalles y descripciones brutales de las agresiones, combinándolas, sin falta, con los retratos de los sospechosos. Las líneas editoriales, manipuladas por el alto gobierno, no suavizaron la embestida y aclamaron una y otra vez: ‘Dicen que se les trata con dureza pero a estos bellacos nos le tembló la mano al cometer esas bajezas’. 

Quince meses después, su discurso —acaso su cerebro, su mente, su memoria— se debilitó. ¿Cómo soportar la tortura sin dudar, en algún instante, del recuerdo individual?. Gradualmente la versión inicial de sus declaraciones se modificó y poco le importó al fiscal, a los jueces, a los periódicos y a la comunidad, las evidentes y constantes contradicciones; anhelaban, cuanto antes, escuchar el veredicto final. ¡Cuán absurda e incoherente fue su claudicación! Desde luego no hubo un acuerdo inmediato de las partes: uno de los sospechosos (el menor de ellos, con la mayoría de edad recién cumplida en prisión) fue el primero en ceder, y a él —a su testimonio—, se fueron añadiendo paulatinamente las declaraciones de los otros cinco jóvenes; habrán escoltado a su compañero por la piedad, la consideración y el respeto que escaseaba en la sociedad. Hombres y mujeres reprocharon a los incrédulos las torpes e imbéciles explicaciones que se empeñaron en justificar meses atrás como defensa de los delincuentes: ‘Ahí los tienen, confesando las monstruosidades cometidas en la casa del señor Ministro; ¿a ellos defendían: a ellos querían socorrer, a esas piltrafas abominables? Ya lo ven, han declarado: ni ellos mismos soportaron la cruenta mentira’. Con la confesión, la tortura mermó mas no desapareció, pues la elaboración de la ejemplar condena tomó su tiempo. En el CDP se les concedieron algunos beneficios (el más mínimo trato humano) y pudieron ducharse, comer con el resto de los internos y salir a los patios; no obstante, cada domingo el escuadrón salvaje volvía para recordarles el camino. Un solo cuerpo cicatrizado eran sus figuras, habituadas al dolor y la desesperanza.

Cuatro meses después fueron finalmente condenados: cadena perpetua, gritó el juez; y el jurado, el fiscal, el Ministro, los altos mandos, el público presente saltó, aplaudió y se abrazó con inmensa alegría; vítores y alabanzas se escucharon en las plazas de la ciudad. ¡Incluso la prensa tuvo material!: articulistas melindrosos se quejaron por la demora de la inapelable condena, sabida, según ellos, desde su temprana detención: ‘Hoy celebramos el fallo, queridos lectores, pero cuánta dilación. El sistema judicial ha demostrado, una vez más, la crisis burocrática que atraviesa entorpeciendo las claras sentencias. Por meses estos asesinos gozaron de un calabozo corriente y no de las mazmorras putrefactas a las que pertenecen’. Mas su traslado jamás se produjo, y fue la misma burocracia la que los mantuvo y los abandonó en el CDP: en adelante nadie los volvió a mentar, ni sus descompuestas familias los visitaron, ni ellos mismos alzaron la voz (¿y para qué hacerlo: qué podían solicitar si sabían que, por cada traba, por cada petición, recibían la infaltable penalidad?); condenados y olvidados por la multitud que los aborreció, por los altos mandos que se encargaron de deshonrarlos, por la guardia que los torturó en innumerables ocasiones, pagaron parte de la condena. Los seis callaron, como se les obligó desde su entrada; con nadie cruzaban palabra y las conversaciones que mantenían —únicamente entre ellos— eran breves, concretas, sin verse a los ojos, arrastrando la mirada por los suelos. 

Parcialmente sordos, con sus retinas desprendidas, algunos cojos de por vida, con deformaciones en sus huesos, con pérdidas repentinas de memoria, con úlceras y gastritis crónicas, y con los pocos dientes que les quedaban, se acoplaron a la masa, al paisaje del CDP, y, siendo uno más de los hombres desdeñados en las prisiones, lograron emplearse —a merced de su ausente conducta— en algunos oficios carcelarios: limpiaron baños, corredores, patios y pasillos; prepararon y distribuyeron alimentos; organizaron la reducida biblioteca alquilando sus deteriorados libros; e incluso, con algún corto entusiasmo, compitieron en las actividades deportivas. El espíritu había sido destruido: caminaban pausadamente, llevados por el impulso, por el viento, por la mera inercia del respirar; ese fue su sustento por incontables días: un cruce selecto de diálogos para acabar con el suplicio; un oculto cruce de planes y acuerdos para la construcción de su muerte. Las herramientas de su liberación, el tiempo y el espacio para emprender la carnicería que se daría en agosto, fue un secreto a voces; toda persona presente en el bloque dos del Centro de Detención Provisional fue testigo, en el quinto aniversario de su detención, de su final absolución: unos a otros se mataron clavándose el cuchillo, rompiéndose los cráneos, destruyéndose los órganos, librándose en la prisión que no pudo eliminarlos. Ninguno de los guardias presentes en el patio se movió; hubo presos que, conociendo la historia, observaron el espectáculo sonrientes, otros lloraron de emoción. Y fui yo, el guardián de la garita (que todo lo ve y todo lo sabe), quien contemplando el derramamiento de sangre y de tristeza, les dio el tiro de gracia eximiéndolos de la trampa ficticia. 

Poema de Daniel Moreno

les horroriza la violencia. el machetazo

el balazo. el abalanzamiento. el dos por uno. 

el dos por dos, tres pa' cuatro. igual. digo

que tombo es tombo. y el tombo mata

hasta cuando observa. cuando dicen

en mi época. en mi tiempo, en mi década.

en mi siglo. dicen. era diferente. pero yo

abro el pasado como una lata. lo abro

y hiede. a moho, a borracho, a cigarro. y entonces

veo. o huelo. casi diría que escucho. qué elegancia.

material disponible: todo. hasta tus amigos.

que se atan bien los zapatos. el golpe maestro.

golpe ciego. esto es apenas el comienzo. no es

una invitación a los pequeños salones. tu interior

esas paredes iluminadas de tus entrañas. pienso que

sería mejor si muriéramos juntos. al tiempo. hace

frío y guardas las manos en los bolsillos. escuchemos

la vida del otro lado del muro. como cuando se sueña

en un sueño. esta es y no otra. esta es la extensión del tiempo.

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