DOS DE TRES
Nos preguntamos con Juliana Toro ¿Por qué el placer?. Ella ilustró e hizo la magia risográfica. Yo escribí.
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Cada tanto regreso a verla; toda la noche y parte de la mañana viajo a la vereda, oculta entre los senderos pedregosos de la sabana, para luego caminar por una hora larga hasta llegar a su casa. Al escuchar el crujido de la puerta, se acerca, me da un vistazo rápido y se ocupa nuevamente en la labor; tras quince, veinte o los minutos que quiera tomarse, regresa, confirma mi permanencia —mi existencia quizá—, y pregunta por lo que ha habido, incómoda, mostrándome sin pudor la desdicha, exponiendo el tedio que le provoca el obligado diálogo y la inesperada compañía. Yo contesto (sentada en una Acapulco sucia y desatada, parada o recostada en algún muro) con alguna frase vaga, arrojando líneas por la mera formalidad, mentando cualquier palabra que nos separe, que me diferencie de su costumbre de insultar o alejarse al no saber qué responder. Ella entonces —soportando la presencia— se acomoda en algún lugar, me recorre de arriba a abajo, dirige su mirada a la montaña y me pregunta por el trayecto; yo le respondo a las cumbres siempre lo mismo, así todo haya ocurrido. (Es ese su deseo permanente: obligar al huésped a mantener la rutina, dar a conocer que es su terreno el que pisa y la zozobra emerge de una única fuente). ‘¿Ya comió?’, pregunta quitándose los guantes, golpeándolos entre sí, sacudiéndolos en un aplauso tieso; le digo que no (y me guardo, digna, que ni siquiera he probado bocado desde el día anterior), y ella, satisfecha, ojeando su reloj, sentencia: ‘El almuerzo aquí —puntualiza con su dedo— se sirve a las doce y media, no antes, no después’.
Se encaja los guantes y me dice que puedo aguardar ahí —refiriéndose exclusivamente al espacio que me he atrevido a usar—, o puedo acompañarla, callada y quieta, mientras concluye la sesión. Yo agarro mi morral y la sigo, distante. ‘Siéntese’ dice ‘donde no moleste’ y su mano corta el viento y me rebaja; busco un espacio y me tumbo, o permanezco parada, así la desespere mi verticalidad y chasquee su lengua al cruzarse con mi cuerpo. Un par de minutos le toma volver: agarra de nuevo el mazo y el cincel, da una vuelta por la escultura y labra, lentamente, como si estuviera concluyendo la obra; o no: sólo la observa, la acaricia, pasa su mano enguantada por la pieza, la contempla con un cariño intenso, con gozo infinito, con auténtica curiosidad infantil. Su comportamiento y sus expresiones son genuinas pero extremadamente pasajeras, y un único sonido —ajeno, indomable, acaso inherente a la vida—, le basta para quebrarse y desesperar. En ocasiones, ha culpado a mi silencio, a mi respiración, a un insignificante movimiento de mis dedos de su desconcentración, y entonces maldice, murmura, da una vuelta por el taller, patea algún objeto, se aprieta las sienes y se sienta, o se acuesta y prende un cigarrillo tras otro esperando el mediodía. Sólo hasta que su reloj se parte en dos, me dirige un gesto: los guantes muertos caen sobre la mesa e indican que podemos pasar a su casa, a su comedor, a comer de su comida, en sus platos.
Saludo a la encargada y me acerco curiosa a las ollas, las huelo, y ella —sentada en su trono—, se molesta, me reta: ‘¿Usted está cocinando, es su comida? Déjela hacer su trabajo. No canse’. Le digo que carne no voy a comer y, cada vez, grita desde el comedor a la mujer: ’¿La escuchó? Sírvale arroz, un plato rebosante de arroz, nada más’. Se sigue su instrucción y se disponen sobre la mesa dos platos repletos. Tras el primero de los bocados, con la boca llena de la carne, inicia el interrogatorio: pregunta, inquieta, por el estado de cada miembro de la familia: poco le importan las molestias cotidianas, quiere saber si siguen vivos; yo, tragando grandes cucharadas de arroz, nutro una ficción. Después de haber recorrido su lista mental una y dos veces, verificando y procesando la información, pregunta por mí; conducida por el hábito, respondo continuamente un ‘Bien’ infeliz. A veces le disgusta el tono, el contenido o la suerte de la respuesta, y me interpela llevándose uno de los huesos a la boca, chupándolo: ’Si no va a hablar, para qué vino’ y resopla, escupe el hueso, se limpia las manos con el overol y toma un trago del jugo; nada le digo, sabe que he venido a verla y no pienso confesarlo, ni extender en una línea mi respuesta. Quiere que caiga, vacile, dude, necesita de mi falla para empezar a succionar los músculos, los cartílagos, la sangre que me atraviesa; eso anhela y no voy a dárselo: yo la evito, la esquivo cada que puedo.
Concluido su plato, me mira y levanta las cejas, apremiando la marcha. Se limpia la boca con la servilleta, tira el tenedor sobre la mesa, empuja la bandeja con sus dedos índices y grita ‘Muy bueno’, y repite ‘Muy bueno’ dirigiendo su ronca voz a la cocina, conduciendo la orden: quiere que la loza sea retirada, toda, en ese instante. La mujer se acerca, cumple la labor y ella dicta la ley: ‘Limpia y se va, no la quiero ver más por acá’. El ruido del aseo escolta mi primera pregunta; generalmente la rechaza o la evade con ambigüedades: quiere estar a solas para contestar lo que le plazca, sin testigos. Espero y, con el adiós, se adelanta repitiendo las respuestas dadas anteriormente, retórica: ‘Entonces están bien’, y yo aprovecho mi turno para algo agregar, ansiosa por advertir la transformación súbita de su gesto; ella lo sabe y disfruta del resquicio, de la puerta que se abre: soltará las fieras, escupirá el veneno, de cualquier término se agarrará para compararme, tacharme o maldecirme directamente, y yo, envalentonada, sin testigos, estoy dispuesta a replicarle. Si se atreve a levantarse, preparada para lanzar el primer golpe, yo también lo hago, aludo al cambio: ‘Si me toca, le devuelvo. Usted verá’. La dicha la envuelve: me tienta, sonríe, me insulta, se calla, o menciona lo que fue, lo que hizo, cómo pensó y cómo actuó antaño; luego reprocha mi ineptitud y la contrasta con su destreza, se aclara la voz y remata: ‘Usted no es nada’.
Ella cree que su peste me enferma pero el mal es breve, pasajero: admito mi posición y afirmo mi estado, para luego decirle que ella fue —y digo dos, tres o cuatro veces la misma palabra, subiendo el tono— y concluyo: ¿Y ahora: sola y asquerosa?. Entonces se ríe y golpea la mesa, tosca; se levanta de la silla, se dirige al bar a servirse un pocillo largo de ron y, tomándose el primero de los tragos, pregunta si acaso me llamó, y raja el cuero: ‘Usted es la que me necesita, niña. Si usted es alguien es por mí, acá y en la ciudad, donde quiera que vaya. Viene a mi casa, se llena como un parásito, y, harta, va y suelta la verborrea: que me tiene superada, que soy agua pasada, que hace tiempo dio el paso, ¡y aquí está, aquí vuelve, siempre!’. Toma un trago y me enseña la puerta; pero yo no me voy, nunca lo he hecho, no puedo hacerlo: permito su humillación, la conservo, planeo una venganza posterior, una lanza que parta su dignidad en dos, mas la línea, en la vereda, llega tarde: cuando me he ido; en la ciudad moldeo la represalia, la emparejo, le doy vida, pero al volver no puedo expulsarla, se ha marchitado. La ofensa debe darse en caliente, de inmediato, sin trama.
Agarra entonces su vaso y vuelve a llenarlo, abre la puerta y se aleja; luego echa una mirada atrás, me mira y pone en práctica la mueca aprobatoria, como si de un perro obediente se tratara. Por las sendas aledañas se tambalea, se agarra de las ramas, se sostiene con las rocas y prefiere caerse a ser auxiliada. A veces canta, silba o brotan, de la misma boca inmunda y podrida, historias maravillosas, relatos inagotables, saberes que han llegado con la experiencia —propia y ajena—, que no pueden ser interrumpidos; ante la más mínima pregunta, sugerencia o desacuerdo, su brazo se eleva y empuja la bofetada: ‘Silencio, canalla. Yo soy la guerra y la paz, pregunta y respuesta, aguarda y lo verás’. O se calla y maldice, y no continúa, acaba su relato escupiendo una baba sucia al prado. En soledad, camina por horas: hasta el ineludible debilitamiento de los nervios, ignorando la fuerza requerida para el regreso, empleando la excusa de la tardanza para no laborar; entonces se tira y reposa, o duerme en el pasto, y regresa de madrugada por los caminos de su vereda pobremente iluminada, tristemente abandonada. Sin embargo, con mi presencia su pretexto pierde validez: ante mis ojos debe justificarse y alude a mi supuesta debilidad citadina para volver. Enfurecida y frustrada, rocía con las gotas restantes del pocillo a las bestias que se acercan, a los carros que transitan, o a las gentes que la saludan; provoca la evasiva: pretende que, súbitamente, alguien se detenga y la apalee, la tire al suelo, la insulte, le señale el pasillo de la muerte y le brinde el resto de sus años de incapacidad. Pero eso no pasa, no ha ocurrido, y debe regresar por más: le urge una recarga, recomponer su ánimo a punta de falsedad.
Derrotada abre la puerta, tira las botas, arroja el abrigo, estira las piernas, se recoge el pelo y reclama atención, quietud, atento oído; endereza su espalda, extiende sus brazos y camina por el espacio: se agarra el mentón, toca sus labios, peina sus cejas y se detiene. Se suspende en el pedestal —para ser una obra alabada, una figura aplaudida, una imagen servida— y se prepara para dar inicio al repaso de los pasajes más cruentos de su historia: la violencia paterna inaugura su alocución, y abierta la puerta de la infamia, su discurso sólo se encrudece dando paso a la abyección materna, la temprana orfandad, la migración, la discriminación, los aprendizajes violentos, el atropellado inicio en la labor, la continua construcción y destrucción personal, la devoción como amparo, el inicio profesional, los ataques posteriores, la entrega absoluta y solitaria, su persistencia, la gloria, el descenso, la quiebra, la traición y el olvido; y, ubicada entonces en el brutal podio de su sabiduría humana, augura y aduce la degradación social, la degeneración de la cultura, la putrefacción del espíritu, la prostitución del arte, la erradicación de la obra y la ruina de esta tierra. Concluido su monólogo, suspira, se limpia la frente y se sienta; sólo en ese momento, y tras haber hablado en ese orden exacto, se equilibra y algún bolero reproduce como colofón: desciende de su plataforma imaginaria y baila, sola, dedicando la escasa atención a sus pasos sin ritmo, a sus movimientos torpes. La botella terminada es arrojada al pastizal, y un nuevo litro de licor, asegurado en un cajón por una llave que sólo ella posee, es abierto. Tomando un nuevo trago, gradualmente se apacigua, se sienta, se para y pasa una mano por mi pelo, por mis hombros, como si no quisiera hacerlo, errando, y puede que me dé un beso en la frente y me saque a bailar; yo acepto su invitación y sigo sus pasos ebrios, sorteo la corriente, oriento el ánimo: todo lo sufrido, tiene un sentido.
Tras el baile, se emociona y le viene una gana ubérrima de escuchar las mismas canciones de salsa de las que tanto desdeña. En algún momento, interrumpe su actividad, abre sus ojos, me agarra de la mano y me lleva a su taller; enciende las luces y presenta los escasos avances de la misma escultura en la que horas atrás —años atrás— ha trabajado: se convence a sí misma del progreso, del engaño, y trata de moldear mi criterio: de esa manera se disculpa —descubre su alma: lo único que ha amado y amará— y me conmuevo. Sonriente abre sus cuadernos y enaltece la obra pasada: se impresiona, se adula, se evalúa y, a veces, en un arranque de afecto, gira la hoja, la vuelve a firmar y me la regala. Regresamos a la sala mientras pregunta en repetidas ocasiones si realmente me gusta su obra, si comprendo el valor y el precio comercial del dibujo que me ha regalado, no ahora pero sí en unos años, cuando muera, y hasta no estar convencida de mi gratitud, no suelta la hoja que guardo con cuidado —junto a otras tantas— en mi morral. Hambrienta se soba la barriga y, con otra de las llaves que cuelgan de su cuello, abre la despensa: brinda sus mejores alimentos, los dispone en múltiples platos, los adereza, los mezcla y me los lleva a la boca, sirviéndome un trago de su mejor botella, aquella que ha guardado, dice, para sus visitas selectas. Saciada el hambre y la sed, cae en el sofá y se adormece, se despierta y se adormece, se despierta y me suplica que baile, así sea sola: no quiere arruinar el encuentro; y yo miento: menciono el cansancio de la jornada, sugiero una siesta recordándole mi temprano retorno. Ella se queja y trata de lamentar su suerte, pero su amor propio es mayor, y sólo balbucea oraciones lastimeras mientras me pide que la desnude, y yo también lo haga, para dormir abrazadas; y sólo ahí, cobarde y frágil, la someto a mi deseo.