¿POR QUÉ AZUL?
Nos preguntamos con Juliana Toro ¿Por qué azul?. Ella ilustró e hizo la magia risográfica. Yo escribí.
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Nota preliminar: se ha aludido a los colores como fórmula de atracción; ¿el azul, por sus características artificiosas, da origen a la ficción?
No era suerte lo que precisaba. Un año y un poco más había pasado desde el último movimiento: tras la potente sacudida, lo había templado en la cama y lo había vuelto a guardar con esmero: dobló sus mangas, partió en dos su dorso, y en dos su pecho, su mano rompió las olas y lo ubicó en el único rincón del armario donde no llegaba la luz ni la humedad. Ahí estaba: preparado como un comodín para su próximo encuentro. Pero cuál, si por entonces no quería jugar, y sin juego de qué sirve un amuleto. Cayó en la cama y observó el cielo: sin la posibilidad de perder es un mero objeto, un pedazo blando de algodón, una nube vaga. Rechazaba la suerte como el sediento rechaza el pan: ‘¿Quiere usted asfixiarme, ver mi cara ahogada, marchitar mi garganta?’. No, suerte no era lo que requería; necesitaba habilidades: determinación, disciplina, rigor, valor para poder pronunciar el difícil no, y aplicación para escribir un puñado de palabras convincentes, frases concisas y atractivas de su persona, de su oficio. Dio una vuelta y hundió su cara en la almohada: pero cuál oficio, cuál de todos: ‘¿Qué puede llamar su atención: mi observación, mi juiciosa lectura de la pantalla, la capacidad de aplastarme por horas hasta concluir la labor? No, la constancia no es un valor activo; no, la persistencia tampoco. ¿Qué sé hacer? Caso, atento y omiso. El que precise usted’.
Se levantó de la cama y en la cocina preparó el almuerzo: calentó agua, agregó el caldo, cortó algunas verduras, en cuatro pedazos las papas, y las dejó caer con el maíz; acercó un banco a la estufa y esperó. Un trozo pequeño de corteza se quemaba en el fogón: el hilo de humo brotó, olió su ardor y lo retiró con uno de sus dedos, quemándose. Ojalá su estado obedeciera a la pereza; cuán fácil sería entonces: a veces se tiene, a veces no. Podría escribir lo requerido a lo largo de una enérgica jornada: en uno de esos días en los que el sol revienta en oriente y el cielo es uno con la tierra, sudaría la abstracción, se bañaría con el ánimo desbordado, se vestiría con cuidado y, con la concentración plena, concluiría, antes del mediodía, cualquier labor. Pero no era eso; ojalá fuera pereza, ojalá negligencia. Ocurría todo lo contrario: diariamente dejaba en ese papel, blanco y pulcro, todo su empeño; pero el empeño no se percibe, el empeño se mide como las ganas: son útiles si pueden materializarse. Con esas ganas se levantaba anhelando un empleo, una compañía, una historia; sin embargo, cuántos y cuántas compiten por aquello. Comió abstraída, dejó los platos en el fregadero, armó un cigarrillo y lo fumó en el balcón. Podría vestir su amuleto, llevarlo por tres días seguidos llamando y guiando a la Providencia, pero ¿si lo usaba y perdía la gracia? Mejor enterrarlo bajo tierra o arrojarlo al mar antes que destruir su cualidad. Algo intuía: el amuleto y ella funcionaban por reciprocidad, él le brindaba la ventura y ella vitalidad. ‘Eso es la suerte’ le dijo al cigarrillo aplastándolo en el cenicero. La suerte es confianza y la había perdido. ¿Cómo? No estaba segura. Se había evaporado, o acaso desvanecido, como el desmayo; de modo alguno había sido un ataque violento provocado por el fracaso o la adversidad: ni uno ni otro habían arrastrado, súbitamente, lo bueno, sagrado y estable de su vida. Habías pistas, pistas como migas de pan: pequeñas, ridículas, intermitentes; sabía que comiéndolas llegaría a la razón principal, pero llegar puede ser una labor ardua, acaso toda la vida pueda tomar, y la vida es ahora, porque los gastos son inmediatos, ‘¿O es que alguien me alimentará mientras regresa la confianza?’, se preguntaba lavando los platos.
El silencio dominical la intimidó; cubrió su cuerpo, guardó las llaves y salió. Podía continuar, como lo hizo su madre y su padre, su abuela y su abuelo, como lo hizo su vecino y todo aquel que se halla en el cementerio. Seguir así sin más, sin suerte: la respiración no la exige, el mundo ha vivido sin ella (esto se ha demostrado), y la vida de algunas de sus gentes —en occidente— es común, ordinaria, acaso plácida. ¿Es transparente la suerte? Mejor dudar, pues cierto es su doble rasero: si hay azar, hay ambición. La que compite, cree que ganará, y por eso se inscribe, por eso apuesta, por eso gana, o pierde, pero compite pensando en un resultado deseado. La suerte puede ser ambición, y la ambición es un mal. Eso lo sabe usted, lo sé yo y la anciana que aguarda el nuevo cambio del semáforo para cruzar. Prefirió sentarse: al otro lado del parque se hallaban las calles principales, los edificios ordinarios, la activa suciedad de las aceras y su zozobra invernal; cerró los ojos, suspiró y un bostezo llegó enseguida. Acaso ese mal la recorría por momentos: una ambición corrosiva de saber y dominar el fundamento central de su pérdida espontánea de confianza. A veces rastreaba las migas: caminaba por el sendero, agarraba un par, las saboreaba y las escupía horrorizada ojeando su final: podía soportar el rastro próximo del hombre que había sido su pareja, incluso las marcas lejanas de su familia, pero a la infeliz aquella, ubicada al borde del abismo, jamás. Cuánta dicha le había traído su muerte, y cuánto dolor le causaba sentirlo. Cerró sus puños, apretó los dientes y tragó saliva; una y otra vez su cabeza negó y castigó el juicio. Decirlo en voz alta sería una blasfemia, y escribirlo —a pesar de una posible quema— una cárcel perpetua. Levantó la mirada y escudriñó sus entrañas. ¿Quién se alegra por aquello? Sólo una persona bárbara, abyecta y miserable. Hay secretos que deben llevarse a la tumba y ser sepultados entre pecho y espalda.
Se paró y regresó; seleccionó una piedra —entre las miles que podía ver, de todas las formas y colores— y se desquitó con ella pateándola con insistencia. ¡¿Culpa, culpa, culpa?! Para qué perder el tiempo en confesiones; confesarse con quién además. De una patada envió la roca al otro mundo. ¿Un cura? Desde la primera comunión no pisaba una iglesia (exceptuando, ciertamente, las veces que había enterrado a sus muertos; pero aquello no cuenta, pues qué devoción ni que atención se le presta al sacerdote si se está pensando en el ser querido, en el dolor personal, en la muerte que puede llegar sin avisar). ¿Una amiga, su hermana? Resopló y desnudó sus manos. La imagen personal se derrumbaría de inmediato. ‘¿Con quién me he estado metiendo, es esta mi pariente?’, se preguntarían, ‘despide babaza este ser rastrero’. A nadie le confesaría su sentimiento. Si incluso… ay, si incluso, al enterarse, experimentó una mixtura de entusiasmo y remordimiento; cuánto desprecio había acumulado para, finalmente, evadir el ideado enfrentamiento: en él, su ficción saboreaba una dicha extrema lanzando una sarta de insultos, reproches y exámenes de recuerdos mientras la repugnante anciana lloraba a cántaros rogando piedad; pero ella insistía: sus recriminaciones se realzaban siendo dominada por una fuerza cruel, colérica y despiadada; de repente, el ánimo de la mujer cambiaba: levantaba su cuerpo con la ayuda del bastón, pretendía defenderse, atacarla, y ella, su ficción, la… ¿la golpeaba, le demostraba al mundo su verdadera naturaleza, huía?. Abrió la puerta, se quitó la ropa y se enredó en el edredón. ¿Qué sería de aquella mujer que conservaba la suerte y la confianza? Apagó la luz, abrió los ojos y temió: ‘¿Me habrá embrujado, así me quedaré, este será mi fin? Si me hubiera sincerado, se me habría aplaudido; ahora que ha muerto, se me desdeña’.
En medio de esas cavilaciones transcurrieron seis o más meses; meses en los que la suerte se ausentó —o no se requirió—, y el amuleto continuó en su lugar. Poco pasaba y poco importaba; ausente como su suerte trabajó y divagó por la ciudad: en verano escapó a los lagos, y en ellos se sumergió, nadó y flotó contemplando la inmensidad; así también en invierno se tiró en la nieve, y acostada sobre ella, dejó, una y otra vez, que un millar de copos cubrieran su cuerpo. Cuando sin quererlo se atravesaba aquello —eso sin nombre ni figura; puro pasado, sólo restos— daba un grito seco, un único grito que opacaba y callaba el recuerdo. Y quizá la vida habría seguido de manera similar hasta un feliz ocaso, o un ordinario fracaso, si él, impertinente como era, no se hubiera presentado. Había vuelto de sus viajes por el mundo, había regresado —después de un profundo e intenso análisis— a lo que por fin podía llamar su tierra; incontables travesías precisó para percatarse de su proceder equivocado y, como un emperador que por decenios ha maltratado a sus sirvientes, volvió para darles la mano y sujetarlos entre sus brazos, sintiéndose uno de ellos. Sin embargo, sus cambios sustanciales no sólo atendían a las competencias sociales, también quería redimir su historia emocional; se había alejado y había actuado en repetidas ocasiones de modo equivocado con aquella mujer que tanto lo quería, con una mujer que había sido hogar y… Ella lo detuvo: de las transformaciones previas se había burlado con sigilo, pidiéndole incluso detalles, pero en este nuevo fragmento la sorprendió su descaro. Rió sin gracia, se disculpó y anuló, por adelantado, cualquier retorno. Él calló, y ella consoló la reserva: podían verse, conversar una vez más.
En casa, una hora atrás, había desplegado su amuleto; desnuda, frente al espejo, lo había extendido y medido en su cuerpo: nada había cambiado. Lo vistió, acompañó y combinó como años atrás lo había hecho. Cuán rara se sentía yendo a aquel encuentro; en la calle pensó en la suerte: ¿la requería? No, o quizá sí, un poco nada más: la necesaria para mantenerse firme en el proceso. A lo lejos lo vio: la esperaba en el bar, la mesa y —con— la cerveza de siempre. Él se levantó al reconocerla y ella concedió el abrazo; a su lado se sentó e inició, en breve, la conversación: preguntó por los cambios, los lugares, las personas conocidas y las experiencias atravesadas. ¡Qué no le contó y con qué seguridad férrea lo hizo! El pobre hombre había padecido el hambre y la sed, el frío y el calor, el dolor y la enfermedad; por poco muere y resucita. En cada una de sus aventuras todo lo había advertido, se había entregado en cuerpo y alma, atento al análisis del pasado y a la secreta humanidad de las gentes más sencillas y llanas del mundo. A todo ella atendía, simulando sorpresa, sonriendo y consolando, asintiendo y preguntando: ‘¡¿Y después; sí, y después; no, y después?!’
Todo lo supo: por una hora escuchó sus disertaciones y las múltiples —y certeras— conclusiones de sus exploraciones. Finalmente, la pregunta retornó. Ella, franca y sin tapujos, mencionó su estado inmóvil, estático, sereno. Él asintió, juntó sus manos, las posó en su boca y, cerrando sus ojos, deshizo el gesto: apoyó la pertinencia de aquella quietud a lo largo de ciertas fases de la vida, en aguas similares él también había reposado, y sin ellas y sus profundas enseñanzas, no hubiera podido aprovechar el posterior movimiento. Sin saber qué contestar, admitió la sentencia y suspiró; de golpe, otro movimiento se produjo: observó cómo él giraba su cabeza, orientaba su cara y sus labios se posaban sobre los suyos; su boca, fina y delgada, se desplazó, incitando una respuesta, mas no la hubo. Se separó indispuesto y la vio imperturbable, seria, indiferente; avergonzado se disculpó: creyó haber reconocido las señales. ‘¿Cuáles?’, preguntó ella. Incómodo se cruzó de brazos y las enumeró: inició con la atención, la cercanía y el ánimo; luego se refirió a su aspecto: el pelo recogido, el labial, el vestido de su abuela y el combi… Una vez más lo detuvo, y rió, como hace años no lo hacía, dio un par de aplausos, agarró su vaso, se tomó en un único trago su cerveza, recogió su abrigo y se dirigió al baño. En él se vio al espejo y se desvistió molesta: ahí estaba su maldito amuleto.