HIMMELAUNE
TRASMALLO SEMANAL
I
Próxima al mar Báltico, en la costa alemana, se halla —oculta— Himmelaune.
Quizá deba iniciar con una recomendación: abandone cualquier investigación o pesquisa de su paradero; las coordenadas que pueda descubrir en los libros de historia son inexactas y, en este siglo, hay una única forma de localizarla: conociendo alguno de sus antiguos habitantes. No, querido lector, no es esta una ficción; efectivamente existe, pues allí estuve: yo vi a sus pobladores, recorrí sus caminos, dormí en sus casas, comí sus alimentos y me bañé en sus aguas.
Permítame, a continuación, explicar algunas de las dificultades de su posición geográfica: la ciudad —que cualquier paisano podría clasificar como un insignificante pueblo—, está cercada, enteramente, por una muralla boscosa conformada por abetos, pinos y hayas de extraordinarios grosores y prominentes alturas; la barrera natural se extiende por más de setenta kilómetros y las vías de acceso son limitadas y precarias; pocas señales orientan al caminante en el bosque y, por momentos, sólo tallos, ramas y hojas se hallan. En las carreteras próximas su nombre se ha omitido, quizá por descuido, o acaso aquella ausencia sea uno de los numerosos indicios de la historia anhelando su supresión.
Me gustaría referirme a las impresiones iniciales de las estructuras urbanas. El fenómeno espacial es tan conmovedor como escalofriante pues, tan pronto se acaba la muralla, una calle adoquinada de dos carriles —que rodea la ciudad—, inicia sin gradualidad alguna y una serie de edificaciones blancas, rojas y verdes se revelan repentinamente componiendo el insólito oasis. Surgen los murmullos, las conversaciones ordinarias, las risas de los niños, los ladridos de los perros, los silbatos de las bicicletas, y la lluvia. En Himmelaune llueve hoy, así como llovió ayer y lloverá también mañana: la llovizna es una constante únicamente allí; llueve todos los días del año, en cada una de las estaciones, en el día y en la noche, a veces mucho a veces poco, pero llueve: llovió durante mi visita y ha llovido desde tiempos inmemoriales; eso señala su historia.
Las implicaciones de su condición climática son patentes: al pisar la primera de sus calles, el aroma del bosque desaparece y la esencia húmeda —y característica— de Himmelaune se manifiesta; el intenso olor penetra en la cabeza, en la garganta, en los pulmones y pareciera enquistarse en los bronquios, como el frío; en adelante se inhala y se exhala un aire inusual, son otros los elementos que marchan por el organismo modificando su operación corporal, e incluso mental. La concientización comunitaria del olor —según los libros de historia de Samuel, mi guía—, tuvo su origen en épocas imperiales —de reyes y monarquías, castillos y ducados— durante los múltiples intentos de conquistar el territorio y las otras tantas retiradas en virtud de las circunstancias espaciales.
Pero si estas características excepcionales resultan increíbles, son otras las particularidades que me han sentado a escribir; bien sea como consecuencia de la inexplicable condición climática o como una conducta inherente a su especie (materias que desde luego convergen en su historia), las gentes de Himmelaune, evitan y esquivan las razones: han abandonado los porqués en sus conversaciones, sean estas oficiales o corrientes. Suelen ser los visitantes quienes, sin aviso previo de la disposición nativa, reciben la espalda o el silencio de su interlocutor al solicitar cualquier explicación. Quizá por esta razón, se distinguen en sus diálogos temas semejantes y se emplean frases típicas para evitar los intrincados apuros futuros y presentes.
El visitante podría pensar que aquella particular característica censura sus anhelos e ilusiones, y se equivoca; eludiendo la justificación de sus acciones, la población de Himmelaune, ha desarrollado una férrea seguridad y un absoluto desinterés por la opinión ajena —global y pública—. A partir de los quince años, se considera a toda persona oficialmente adulta y aquello marca la autonomía universal de sus determinaciones. Los jóvenes ofrecen sus cuerpos para la realización del oficio apetecido, y muchos lo desarrollan hasta la vejez, o no: mudan de ocupación hasta hallar la indicada. En efecto se han trazado unos tiempos mínimos y fundamentales para diversas actividades, y estos son cumplidos a cabalidad por sus habitantes, personas conscientes y comprometidas con la comunidad. Dos industrias sobresalen en Himmelaune: la zapatería y la relojería —especialmente la pendular—.
Múltiples son las curiosidades sociales y culturales, sin embargo, en esta primera reseña, me referiré a una circunstancia peculiar. Observábamos con Samuel la última de las grandes obras de Goloth (uno de los pintores tradicionales de Himmelaune) en el jardín donde ha pintado cada uno de sus cuadros; el artista daba las últimas pinceladas mientras la fina llovizna mezclaba los colores en su lienzo. Tras casi una hora, Goloth pudo dar forma a uno de sus retratos representativos y su asistente hizo lo debido: fotografió la pieza y guardó la pintura en el taller. Goloth, agotado, pidió a su asistente una botella de vino y este le respondió que no había. El maestro examinó sus bolsillos y su bolso, le preguntó a su asistente si él tenía algún dinero y este disintió. Goloth extendió los brazos, miró al cielo, se levantó de su silla, salió de su jardín y a cada persona que saludó le pidió una moneda; cada una sacó un par sin mentar palabra y las dejó en la mano tintada del pintor. Con sus bolsillos llenos, Goloth fue a la cantina y compró tres botellas de vino que tomó enseguida.
La comunidad convive sin mayor conflicto: los pobladores mantienen tratos amables con sus pares mas las dinámicas individuales prevalecen en Himmelaune. Los horarios laborales son estrictos y, tras la jornada laboral, muchos regresan a sus hogares y leen, cocinan, se distraen; otros tantos pasean por el bosque y escampan de la lluvia, se tiran en los prados y observan los diversos cielos: por horas miran el sol, la luna, las nubes, examinan un firmamento que únicamente pueden contemplar desde sus viviendas a través de las ventanas. Por las condiciones meteorológicas podría imaginarse a las gentes de Himmelaune como personajes oscuros, sombríos, pesados e introvertidos pero a cada pregunta —aislada de motivos, explicaciones o razones— se descubre la risa y la bondad. Ríen y sonríen al saludar, al hablar, al mirar y al despedirse.
Aludí, de manera apropiada, a la posibilidad de migrar —de viajar unos días, desplazarse por unos meses, residir en otras tierras— y obtuve respuestas uniformes: se ignora la alternativa, ni siquiera se considera; examinan su entorno y se alegran al rememorar las aventuras de días pasados: mencionan los kilómetros de más que les faltaron por recorrer, las boyas en el mar que divisaron pero no tocaron, la precisión requerida al trabajar con el tiempo, el cuidado de las maderas, el extravío de un animal y su trabajoso hallazgo, la mezcla de ciertos alimentos para conseguir la espesura exacta de una crema, el confort de sus telas… Al escucharlos, la lista de preguntas se reducía y una multitud de dudas personales brotaba en mis adentros.
Poco importa el mundo a esta ciudad que poco importa al mundo. Himmelaune es, innegablemente, una ciudad original, y mucho falta por contar y explicar. Mis primeras impresiones terminan con el debido agradecimiento a Samuel —amigo y guía— quien respondió a toda pregunta realizada y explicó lo que buenamente pudo. Lo atravesado por él, llegará en la próxima entrega pero algo me ha permitido anticipar: sus días fueron ásperos y pesados; experimentó una amarga lejanía al percibir su olor, su esencia forastera, su nuevo y continuo desagrado por la lluvia. ’Soy un terrón’, me dijo ’de azúcar me he vuelto, amigo. La lluvia me deshace’.