PAPELERÍA
TRASMALLO SEMANAL
“¡Atención! No responda a este correo. Se ha creado automáticamente y no se puede editar. ¡Atención, usted, mucha atención! Le hemos asignado —tras múltiples e incesantes solicitudes—, finalmente, la anhelada cita. La fecha, que nos place ofrecer, y usted debería admitir inmediatamente sin reparos, se ha fijado para el siguiente día, hora y lugar. Si no puede asistir (recomendamos hacerlo: aplace, cambie, desista y posponga cualquier plan creado; de lo contrario no podremos asegurarle una nueva cita en un plazo considerable) ingrese a la siguiente dirección y realice, nuevamente, la aplicación. ¡Atienda, pues! Son estos los documentos solicitados para la residencia en nuestro país, únicamente los que encontrará escritos a continuación. Empecemos:
»Demuestre y declare los estudios que desea realizar o continuar. Indique la escuela, la universidad, el taller o el oficio practicado; pruebe de toda forma posible sus intenciones. Requerimos la absoluta autenticidad de cada documento presentado: queremos ver el sello y la firma, y el sello y la firma de la goma, la madera y las tintas utilizadas, incluso la veracidad de las hojas y el barniz; se verificará integralmente la legitimidad del material entregado. Necesitamos saber quién firma el documento, da el crédito y presta su confianza en cada uno de los certificados. Demuestre las horas y los minutos semanales que empleará en su actividad y denos a conocer —¡con ímpetu, carajo!— que dará lo que tiene y lo que no por residir en este territorio, que lo hará como si esto fuera lo único que tuviera valor en su vida, incluso el bien y el vínculo más sustancial y significativo: más imprescindible que su madre y su padre, si los tiene vivos. Eso queremos que nos demuestre. La disposición, hombre. Siéntese derecho y enderece su pecho al mostrarnos aquello: responda con la debida actitud; como si estuviera jugándose la vida en cada palabra. Sea claro y escriba con la destreza exigida. Diariamente qué hará: de lunes a viernes, nada de desarrollar actividades los fines de semana; regrese a su tierra si piensa presentar aquello como garantía. Queremos que afirme con la jeta llena de mocos y las correspondientes lágrimas en los ojos que ejercerá su oficio hasta sentir las llagas en sus manos y sus pies.
»Queremos saber, también, dónde va a vivir y con quién. Exigimos que, desde este mismo instante, sin tener seguridad alguna de nada, nos confirme y compruebe su lugar de residencia. Poco importa si es un cuarto de un metro cuadrado plagado de ratas y cucarachas. Requerimos su cuerpo en un edificio, en una casa, en un espacio; precisamos el pago de un arriendo y no el favor del conocido. Exigimos un contrato —extenso, atestado de peticiones— con fechas exactas, asegurando el rincón donde meterá su culo y sus pertenencias. Ya se ha fijado usted que muchos duermen en las calles y el servicio público no basta para limpiar los andenes de ciudadanos oficiales. Queremos que nos demuestre, de la forma que sea, y gastando lo que no tiene, que podrá vivir en esta ciudad. Si no halla residencia, es su problema, no el nuestro. Viva a las afueras, como muchos; transpórtese como pueda: cómprese una bicicleta, camine, trote. Si debe movilizarse una o dos horas —como en su país de origen— para llegar a su destino cotidiano, está en usted. ¿O es que quiere improvisar, es eso? ¿Quiere ir de un lado a otro probando la caridad del cristiano? No señor. Consiga, háganos el favor, dónde almacenar sus souvenirs y los recuerditos para llevar a casa en un par de años. Poco nos interesa si el lugar ofrecido no tiene ducha o cocina; eso no le impide trabajar, no entorpece la debida producción diaria. Recomendamos iniciar ahora mismo con la labor: escriba a todo conocido, a toda posible persona que haya distinguido y saludado a lo largo de su vida; acaso algo surja de repente. Estudie la posibilidad de habitar un sótano —espacio tan desperdiciado en los edificios—; verá cómo, súbitamente, le agarra cariño a la oscuridad y a la humedad, ya hallará calor para el frío y residuos de comida para el hambre.
»Se precisa un seguro médico. ¡Parecería incomprensible la exigencia de este requerimiento tan básico! No debería ni escribirse. No será nuestro gobierno quien pague por alguna de sus dificultades corporales. ¿O qué cree usted? Nuestros médicos no lo recibirán si usted no tiene cómo costear su salud, si no ha pagado por el servicio. Ni por el código más sagrado le permitiremos permanecer en nuestro territorio si no demuestra quién responderá por usted en la adversidad; y no serán sus amigos, ni sus familiares. Nada de eso. Un seguro médico obligatorio. Ay, que sí: usted cree que es un hombre joven e inmortal, al que nada le pasará, pero la vida ha demostrado que, hasta el más atlético de los hombres, puede morir repentinamente; así como la naturaleza ha declarado su guerra contra la raza humana. Puede surgir, imprevistamente, una nueva pandemia y, en caso de morir, ¿qué haremos con su cuerpo: para dónde llevaremos ese saco de huesos putrefacto y lleno de gusanos? No será nuestro gobierno, ni nuestro personal médico, quien mueva gratuitamente sus marchitas entrañas al cerro más alto para lanzarlas al más profundo de los agujeros. No, no señor. Todo se paga: pagará hasta el último centavo de un posible medicamento. Lo hará usted, o su aseguradora, pero nosotros no. Si enferma, usted es el enfermo, nadie más. El enfermo debe costearse: él y sólo él es quien ha enfermado; él y sólo él debe pagar la enfermedad y la cura: recuperación y rehabilitación.
»Pasemos, ahora sí, al requisito más significativo y relevante: el dinero. Quizá sea esto lo único necesario, acaso raíz y base del resto de documentos; de él se desprende todo aquello que se exige pues sin el preciado oro, usted, en caso de arruinar su vida, no podrá pagar su arriendo, ni su vida en nuestra tierra. La operación matemática es sencilla: ¿quiere permanecer X meses en nuestro país? Consigne el dinero total de los meses programados en la requerida cuenta. Necesitamos que se cuente con él ese día: íntegro, absoluto, completo. Además, los conocemos: le piden el dinero al tío pudiente y le mencionan, de forma singularmente tramposa, que pronto se lo devolverán, que lo requieren para engañar a esos imbéciles. No sea pendejo. ¿Cree que caeremos en esas trampas tercermundistas? Cumpla la instrucción. El banco le dará (como el padre que le proporciona la mesada al hijo) cada fin de mes su dinero. ¿Por qué? Porque ustedes no lo saben manejar; seremos nosotros quienes lo administremos dándoselo cuando creamos que lo requiera, ni antes ni después. Ustedes desconocen el manejo apropiado de esas cantidades, ustedes no saben ahorrar: están acostumbrados a gastar y despilfarrar. Consigne la cantidad mínima completa y así nos aseguramos del debido pago de sus obligaciones. ¿Dice que promete trabajar para ganarlo? Sus promesas son el mismo polvo que corre por nuestras calles: trabaje, si así lo desea, y use ese dinero adicional para la compra de dulces y camisetas. No se confunda: no es esta la tierra de las oportunidades; no para usted, por lo menos. Aquí no se compone la caridad ni se reciben las ingenuas ganas. ¿Qué son las ganas? Su mano de obra se emplea si ha pagado el valor requerido para ser observada; debe pagar para tantear su suerte. Bastante tenemos con los refugiados que debemos recibir debido a la sensiblera humanidad y misericordia exigida por la Federación. Demuestre que cuenta con cada centavo para permanecer como un ciudadano común, como alguno de los nuestros, y más adelante veremos. ¿Cómo dice? No es mi problema que su moneda valga tan poco. El mundo se rige por la nuestra, la aliada y otro par. ¡Ah! Sí, sí. Puede traer el estado financiero de las cuentas bancarias de su acudiente pero la revisión se demora: toma su tiempo; no nos pondrá en la difícil tarea de hacer cambios de divisas y comprobar cuentas bancarias de un banco sudaco. Imagine usted cuánto tenemos por hacer.
»Por último, rellene el formulario. ¡Ojo! Complételo correctamente. Cada nombre y fecha en su lugar, con letra legible y clara, muy clara. ¡Por supuesto en nuestra lengua! No gastaremos un minuto de nuestro tiempo en traducir y descifrar lo que ha escrito en sus garabatos despreciables. Acompañe el documento con una foto, aplicando las dimensiones exactas —ni un milímetro más, ni uno menos— ; el color del fondo debe ser preciso, enseguida encontrará el Pantone. El valor por nuestro amable y preciado servicio lo encontrará al término del correo. Puede pagar la suma en efectivo o con tarjeta; eso poco interesa. Lo importante es que pague. ¿O qué cree usted? Todo vale, señor. Nuestro tiempo, nuestras hojas, nuestros operarios, el personal que lee y que limpia, los servicios usados por usted y el millar de gentes que atestan nuestras oficinas diariamente. Es apenas natural: debe pagar para poder realizar la revisión de sus documentos. Como lo he enseñado y expuesto, es ardua la labor: se requiere tiempo para revisar minuciosamente cada uno de los certificados.”
Llueve. Reviso una última vez la carpeta con cada uno de los documentos solicitados. Uso un saco grueso y limpio para salir; Ama me acompaña: lleva el paraguas, acaso es ella quien nos resguarda. Tomamos el metro: tras cuarenta minutos emergemos; encontramos un edifico renovado: poco se acomoda la fachada a ese fragmento de ciudad, a ese pedazo que preserva los edificios antiguos, los bares y las tiendas en las esquinas y los primeros pisos. Contados comercios se han abierto, pocas personas caminan por los andenes, escasos carros transitan por las vías. Cruzamos la calle y atravesamos el umbral: no hay filas, ni personas aguantando la lluvia para poder, finalmente, ser recibidas e investigadas. Subimos al tercer piso; nos sentamos en un par de sillas de la sala de espera. Orino una vez, y otra vez quince minutos después. Hemos llegado con antelación y la acostumbrada demora es habitual; poco o nada ha valido llegar un cuarto de hora antes. Diez minutos después la pantalla del televisor nos llama, autoriza nuestro paso. Cruzamos un pasillo en el que se descubren, gradualmente, grandes e iluminadas oficinas a derecha e izquierda; los empleados ríen, bromean, se abrazan. Ingresamos a la oficina correspondiente y nos sentamos en el espacio asignado. Un hombre nos saluda, pregunta mi nombre y solicita mi pasaporte. Escanea la hoja principal, revisa los documentos enviados tres meses atrás en su computador. Observa dos fotos mías exactamente iguales; me las muestra: quiere saber cuál de las dos me gusta más. Imprime la visa e informa su tiempo de validez. Me entrega una tarjeta y solicita el correspondiente pago. Regreso con el certificado. Entrega el pasaporte y nos despide.
He contado con suerte, querido lector. Esta vez, y quizá en esta vida, he tenido suerte. Muchas personas no la tienen, ni una vez, ni nunca. Han nacido sin la mundana y poco humana suerte. La suerte que se mezcla con la raza, el género, el credo y el origen. La suerte que se manifiesta en una fecha, la suerte que envío a todo aquel que imprime un acopio de hojas y revisa cada uno de sus documentos aferrándose a la más digna de las esperanzas.