ESCENARIO

Dibujos de Nicolás Vizcaíno Sánchez

Sus fantasías son tan atroces como mágicas: un cúmulo de imágenes desesperadas. Cada tarde se sienta a mi lado, con la misma figura entre las manos, la ofrece —cada una de las veces— y, al llevarme la mano al pecho disculpando mi estrechez, prepara su confesión; yo sólo escucho, inmóvil, deseando el abandono, la renuncia, pero nada puedo hacer: su discurso me atraviesa como una lanza de la nuca al recto. No puedo levantar la cara: no soy capaz de mantener la mirada en los ojos molidos, los labios secos, el bigote quemado, los pómulos rojos y cuarteados; no me atrevo a continuar el examen exhaustivo de la muestra de su pobreza, de su dolor vivo. Le tiembla el labio, se lame las encías y los dientes grisáceos, pasa saliva y recuesta su cabeza en el vértice superior de la banca.

Mira la gente acostada, tomando el sol —plácida, jugando con los niños, con los perros, saludando el día de verano— y su boca se extiende, como si acabara de recordar una picardía; luego los músculos se contraen, se limpia los ojos, aclara la voz e inicia: «Hay días que me siento, aquí mismo, y espero que algo horrible suceda; algo como un accidente, un estallido, una balacera como aquellas que muestran los noticieros; incluso he cerrado los ojos y he escuchado, a lo lejos, la caída de un misil, y con él, los gritos de las gentes, los insultos, los clamores a Dios, el correteo raudo, las llamadas, las lágrimas. Entonces abro los ojos y pienso que aquello sería desastroso, horrible, pero acaso sólo así estaríamos todos en igualdad de condiciones: todos sometidos por el mal; todos buscándonos la cena, el espacio para el descanso, el cementerio para los muertos; todos huérfanos, viudos, hambrientos, pero juntos. Todos los buenos reunidos, pues en las guerras sólo los buenos padecen, sólo los buenos mueren. 

»Estoy muy viejo para vivir así, en estas condiciones. Con un pie en la tumba y buscando, ¡todavía a mi edad!, el pago de la renta. Hay tardes que me siento tan privado y tan dependiente del prójimo que no parezco un viejo sino un niño, un maldito niño huérfano que precisa de la caridad para vivir. La ficción es terrible pero sería un milagro para mí; y no porque espere que, con la llegada de un suceso tal, viva como un vago que aguarda la cena para así tomar la tercera siesta del día. ¡No! Si aquello pasara sería el primero en ponerme el delantal, agarrar los utensilios, cortar los vegetales y a revolver la olla comunal; trabajaría sin descanso, como un burro; así fuera descalzo, de rodillas, con los segundos contados para orinar. No, yo no quiero estorbar, yo quiero hacer parte, y siendo alguien, cuidaría del enfermo, del niño, del afligido, estaría a disposición de lo que me pusieran a realizar, como si aquella fuera la labor más importante de la tierra, fuera la que fuera. 

»Fíjese entonces: mi ilusión proviene de la más pura de las verdades. Me gusta servir, me gusta el trabajo y lo hago con gusto. Toda mi vida he trabajado; toda, sí señor. Jamás hubo abundancia pero hubo tiempos mejores. Sí, hubo años en los que mi hacer era provechoso. Ahora no lo es. ¡Y cuidado: nunca derroché! No, sólo dejó de haber, y llegó el día en que la caja de los ahorros no guardó sino polvo, nada más que polvo y suciedad. Y eso poco importó, yo continué haciendo lo que sabía hacer, lo que mejor sé hacer en la vida, acaso el regalo más preciado de la Providencia: tallar; tallar madera y crear estos bustos que ya nadie quiere comprar. Será porque ahora los regalan en los supermercados; pero esos no son como los míos. Estos son hechos a mano. Mire qué bello ha quedado el rostro de San Juan Bautista. Yo lo observo día y noche, y pienso: ¿cómo me voy a dedicar a otra cosa si esto es lo que domino, lo que me llena el alma y el cuerpo? ¿Cómo desdeñar el don que la Providencia ha puesto en mis manos, cómo?

»Soy la tercera generación de hombres que se entrega en cuerpo y alma a la labor: mi abuelo le enseñó el oficio a mi padre, y él a mí. ¿Y yo? Yo a nadie; mi hijo no quiso aprenderlo, y mejor: habría sido un castigo; lo habría destinado a una vida de carencias y frustraciones. Y no por el propio quehacer, sino por el mercado. ¿Entiende? La hechura es mística, profunda, me siento tan pleno como ese grupo de muchachas que estiran los cuerpos, meditan y hallan la paz. Así me siento cuando tallo, pero el ejercicio es, quizá, la parte menos valorada: es lo que más cuesta, lo que más gozo da al creador, pero lo más trivial para el comprador; por lo menos para el actual. 

»Mi abuelo empezó a tallar acá en Santuario, fue el primero en hacerlo; lo hizo por piedad. Trabajaba en la funeraria central, era el sepulturero; un desgraciado había muerto y la viuda —desesperada, sujetando el féretro— quería aferrarse a un cuerpo físico, anhelaba agarrar, palpar, besar y abrazar en las noches a una figura tangible; y a él, así sin más, con el mentón sobre el culo de la pala, se le ocurrió tallar un pedazo de madera. El trabajo le tomó un mes —treinta noches en las que se dedicó a auxiliar a la pobre mujer— y la obra fue exitosa: tanto reconfortó a la viuda la figura que, tras abrazarlo, le quiso pagar un salario. La noticia se dio a conocer, el viejo vio la oportunidad e hizo negocio con la funeraria: hombre que moría, familia a la que se le ofrecía el servicio. Por esos años Santuario era un pueblo pequeño: la guerra acababa de concluir y las muertes ya no eran por millares, sino unos cuantos infelices que fallecían de vejez, de los vestigios del combate o de cansancio —reconstruir la ciudad no fue empresa fácil—. 

Dibujos de Nicolás Vizcaíno Sánchez

»El negocio se estableció, mi abuelo se casó y nació mi padre; a él lo formó desde pequeño en la labor: lo llevaba al taller después de la escuela y ahí se quedaban hasta la hora de la cena. Mi abuela se hacía cargo del hogar. Había comodidad, tenían para vivir y darse algún lujo a fin de mes; nimiedades, por supuesto: un helado para el muchacho, una función de cine, quizá una muda de ropa y suficiente jabón para poder usarla, limpia, toda la temporada. El negocio se mantuvo por años, a pesar incluso de la competencia; una leal: otro hombre que, con mayor o menor talento, agarraba la madera y aprendía el oficio. Nada malo había en ello: se ganaban el pan, trataban de obtenerlo con lo que había. Y madera sobraba por entonces. 

»Luego el viejo murió —no de vejez sino de enfermedad— y mi padre se hizo cargo. El negocio continuó: estable, con sus subidas y bajadas, pero había con qué comer, dónde vivir, cómo vestirse. Mi padre fue hombre noble, disciplinado, atento, e hizo lo que le mostraron: trabajar la madera, buscar pareja y enseñar la ocupación a su descendencia. Tengo una hermana; y no, ella no siguió el camino, y no porque mi padre se hubiera negado a instruirla, fue mi madre quien le sugirió una educación ordinaria y ella siguió ese camino. No hemos sido gentes rebeldes, ya el oficio lo es suficiente. ¿No lo cree? Yo remedé el ejemplo de mi padre: si se trabaja lo necesario, con la debida constancia diaria, ya llegará el pago, todo se dará. En eso confiaba, sin embargo, los últimos años se han empeñado en demostrarme lo contrario. Igual continúo, sin echarme a la pena. Quizá pronto llegue la recompensa, quizá pronto se me aparezca la Virgen y produzca el milagro: finalmente se me pagará por tantos sacrificios, por tanto trabajo. 

»Acaso la gente cuando me ve andar diariamente con mis bustos piense que soy un holgazán, que no trabajo, que este es un pretexto más, que pido dinero; no es así: yo, cuando me ofrecen sus monedas, las rechazo; y no por orgullo o necedad: simplemente les digo que ahorren la limosna y me compren en unos meses la obra, pues tiene un precio, uno inamovible. A veces me preguntan por su valor y la respuesta les asombra: se llevan la mano a la boca y cubren la risa; expongo la cantidad de horas que me he pateado aprendiendo, la cantidad de horas que me ha llevado la construcción de una única pieza, y les demuestro que no se alcanza a acomodar al pago de un salario mínimo. ¿Entonces?, les pregunto, ¿creen que soy un aprovechado, un demente? Que la gente gaste su tiempo en empleos mejor remunerados no quiere decir que el mío valga menos. Levantan la mano y se disculpan. 

»Cuento con la experiencia y, como he mencionado, con el respaldo familiar, con el certificado de calidad. Lo que ocurre es que la fama de Santuario ha sido monopolizada por un único objeto: sí, los relojes. Esta gente cree que aquello es lo único que posee un valor superior en esta tierra. ¿Y lo otro: mi familia, mi labor? Nada. Le aseguro que, lo único que hace falta, es el golpe de suerte: que alguien se fije en los bustos, los encuadre en una película y ya verá el vuelco. Si acá llegara uno de esos mecenas que detallan una obra, la revisan y la valoran con tiempo y cuidado, verían su indudable singularidad; pero no ha llegado. Acá sólo vienen a comprar los malditos relojes, dan un paseo por la plaza, comen los pasteles y se van: regresan a sus ciudades, a sus países, y muestran el trofeo de la provincia, y cuánto deleite y fascinación. 

»Mi abuelo conoció al viejo, al dueño de la fábrica; yo tengo un ejemplar antiguo en el cuarto, debe valer unos buenos miles, pero aún no me atrevo a venderlo, es lo único que me queda de él, de mi abuelo. Porque ya no conservo el taller, tuve que venderlo para que no me quitaran la casa, que luego también terminé perdiendo; y nadie estuvo ahí para detener ese asalto, esa canallada del banco. Pero qué más podía hacer: ¿cómo mantenía a mi mujer, a mi hijo, a mi madre? Por fortuna mi padre murió sin enterarse y no tuvo que ver cómo el negocio familiar se iba al carajo. Me habría quitado el saludo y el apellido de paso; se habría muerto de pena moral. Yo trato igual de hacer las paces con su espíritu: visito su tumba y le prometo recuperar todo lo perdido. Ya pronto alguien vendrá e invertirá; ya pronto la desgracia será prosperidad.  

»Por suerte soy fuerte de cabeza y espíritu; otro en mi lugar se habría matado, o se habría entregado a la bebida, que es lo mismo. Yo no tengo vicios, nunca los he tenido, y tampoco gasto los pocos centavos que tengo en idioteces. Me considero hombre bueno, austero, sereno; mi único defecto es la terquedad, y por eso mi soledad. Mi mujer me abandonó: regresó a su pueblo natal y allá murió hace unos años; le di mala vida a la pobre y ella merecía la fortuna y la riqueza. Por eso también mi hijo me desprecia y le dio muerte a nuestro lazo: tuvo que hacerse cargo él, y sólo él, del entierro de su madre. ¿Y qué quería que hiciera: que me prostituyera, que vendiera un órgano, que abandonara mi único bien, mi oficio, el regalo que me dio la Providencia? Dios me habría juzgado severamente: ¿Qué hiciste con lo que te di, Anselmo: lo dejaste ir, lo echaste a perder? Nunca, Padre. Todos los días trabajo. 

»Todos los días, oiga bien, todos los días me levanto, me baño, organizo el cuarto, desayuno y me dedico a lo mío. Todos. Pero… Ay. Hay días que agarro los platos y mientras los lavo, quisiera descubrir a mi lado una montaña infinita de loza: cien ollas y mil cubiertos sucios que deben ser lavados. Entonces imagino que, mientras me ocupo de la limpieza, alguien llama a la puerta: es un empresario. Busca a tal fulano: un sujeto de tales características, que hace esto y lo otro; yo me presento y el mecenas, feliz, estrecha y besa mi mano al confirmar mi identidad: ha hallado lo buscado. Eso imagino en las mañanas, porque hay semanas en que no puedo con las tardes ni las noches, con ese fragmento del día en que debo enfrentarme con mi destino, y deseo con toda la gana que sea nuevamente hora de acostarme y así evitar el suplicio: ese momento doloroso en que tallo para nadie, para absolutamente nadie. 

Dibujos de Nicolás Vizcaíno Sánchez

»Sí, ya algún sabiondo dirá que un oficio como este satisface el espíritu, ¿y cómo vivo, maestro? Ya ni la casera acepta la obra por parte de pago; lo hizo por meses mas ella también necesita llenarse la tripa. ¿Quién no? Por eso me encargo de todas las labores domésticas: preparo el desayuno, el almuerzo y la cena, y todo lo lavo. Asimismo con la ropa: el domingo entero lo dedico a refregar cada pieza a mano, así no gasto energía. Tengo techo por la bondad y solidaridad de la mujer: le sobra corazón y este le impide tirarme a la calle como perro enfermo. 

»Reconozcámoslo: no todo es malo; aquí estoy, vivo y sano, soportando los achaques naturales; sin embargo, a veces siento que la desesperanza me asfixia y me corroe. ¡La esperanza mortifica! El hombre se aferra a ella, sujeta su tallo espinoso, su cuerpo que hiere, y este lo sostiene; pero hay días en que el hombre no percibe el crecimiento del árbol sino su quiebre gradual. Hay días en que quiere soltar la rama, cavila aquella amarga posibilidad, duda la certeza del camino escogido; quizá, lo mejor, sea soltarse, medita. Resistió con valentía pero ha llegado el momento de ceder, de saber perder. Tal vez no prestó atención al sendero: a la bifurcación mostrada por el Padre debido a su férrea y ciega concentración. Eso piensa a veces el hombre, eso pienso a veces yo, no obstante, si me hubiera dirigido, torpe y testarudo como soy, por esa rastra fallida ¿por qué he encontrado tanta satisfacción y amor en el oficio?

»Llevo muchos años esperando una señal, una luz que me guíe, una palabra del Padre. Creo en Él como creo en las supersticiones, y si hoy un pobre diablo se sentara a mi lado y de repente me hablara, dedicando su discurso a una dirección correcta de la vida, lo tomaría como palabra sagrada. Pero hace mucho no ocurre lo extraordinario, sólo se presenta diariamente la zozobra. También, y quizá, sea esto lo que merecía, lo que me ha tocado por decisión divina en la vida. No todos corremos con suerte, con la gracia; si el mundo fuera así, estaría lleno de dicha, de hombres y mujeres que han cumplido con sus sueños: viviríamos en la tierra del orgullo, la victoria y el placer, y lo excepcional sería tal vez inexistente; acaso también sería una tierra desgraciada: cuántos infelices decepcionados al obtener lo deseado; nada los satisface. La felicidad dista del cumplimiento cabal de los deseos.

»No lo sé, mas cuánta alegría traería a mi existencia la venta de uno de mis bustos. No sabría ni por dónde empezar, no sabría qué hacer. Tal vez poco pasaría, tal vez desearía la venta de otro, y otro, y otro más; y efectivamente los vendería, hasta convertirme en un esclavo de mis palabras: trabajando sin descanso y sin gozo, haciendo por hacer, encerrado en un cuarto que no me permite ver el brillo del sol, ni las gentes en los prados, ni escuchar las risas de los niños, ni los ladridos de los perros». 

Entonces calla, tiembla y se aproxima su ocaso. Mira su busto —uno de los tantos bustos que ha tallado a lo largo de los años—, lo acaricia, le besa la frente, lo abraza, lo separa de su vientre, aprieta las mandíbulas y le clava los pulgares en los ojos, sacándolos de sus órbitas; las uñas se entierran y arañan la madera hasta partirse y sangrar, y sangran los ojos, corre sangre por las cuencas y los pómulos, por la nariz y la boca. El busto se llena de la sangre de su creador y San Juan llora, desconsolado, iracundo, y el artesano sonríe, mientras chupa la baba que se riega por la comisura de sus labios, y su rostro suda sin cesar. Cuánta dicha hay en el hombre mientras da vida a su obra, cuánta plenitud hay en el artesano mientras su busto padece y acompaña el dolor de su creador.

El hombre observa a su criatura con cariño, con ternura, con compasión, con su querer paterno y le limpia las lágrimas con la saliva de su boca, procede con esmero. Inquieto y agitado se acerca a la fuente, se retira la camisa, la humedece y limpia el busto tratando de calmar su llanto. Lo ve, ve su obra, y el artesano llora por su triste suerte, y trata de recomponer los ojos con pedazos de pelo, nariz y orejas que arranca preocupado, asustado como el niño que acaba de percatarse de un descuido mortal: el daño está hecho. San Juan ha quedado ciego y no puede ver a su discípulo.

Sólo entonces, el artesano se levanta y agarra del pelo a su criatura, a su contrincante, a su enemigo, a su espíritu, a sí mismo. La cabeza oscila en su mano mientras atraviesa el parque como un soldado que presentará al rey su ofrenda, y sólo ahí, la gente se levanta maravillada, atónita, pasmada, y lo aplaude sin que el artesano se percate.

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