ARTIFICIO

Si supieran de lo atravesado y recorrido, enfermarían de inmediato: se irían, postrados en cama, sin pronunciar palabra. Mi santa madre y mi pobre padre, perdidos para mí como yo lo estoy para ellos. Selva adentro, con poco más que mi cuerpo, con poco más que mis brazos y mis manos que se aferran a mis piernas mientras la lluvia pasa; una lluvia fina que ha empezado a caer hace días y no da tregua. Las provisiones se han acabado o podrido, y los frutos de los árboles y los peces —que logro atrapar tras numerosos y largos intentos—, son mi sustento diario. Como, ando y luego duermo; duermo y así duerme también el hambre, los vómitos y las diarreas que salen de mis intestinos cada vez más líquidas, y a veces sanguinolentas. Nadie sino Dios conoce los motivos de mi fuga: nada me guía ni me orienta; huyo, día tras día, de un futuro adverso. 

Hay días en que el traqueteo me despierta y debo levantarme, con cautela, y seguir mi travesía sin plan ni sendero: no tan arriba, no tan abajo; en contravía de la mierda de las bestias y los fosos de tierra recién cubiertos. Ellos creen que nadie avista los huesos y el carbón de sus sacrificios diarios pero siempre queda un pequeño rastro. Los he visto, más de una vez, mientras el miao gotea por sus pantalones humedecidos y se mezcla con la lluvia y el barro. Comen, en silencio, y luego se esconden: algunos en las copas de los árboles, otros en los grandísimos cajones de los ríos. Los vigilantes están atentos la noche entera soplando cigarrillos sin fuego que queman dentro de la boca, y sus ojos brillan como luciérnagas hasta la primera luz de la mañana, cuando despiertan al pelotón y se desplazan. 

A su lado las noches se apaciguan; solo, al cerrar los ojos, los sonidos sin rostro brotan: los tallos cantan y silban, y las hojas mastican sin cesar insectos que chillan al ser devorados. Esas noches debo callar los oídos: cerrarlos, taparlos con mis dedos y recitar, en mi mente, cánticos que invento para conciliar el sueño; la repetición me cansa y me duerme. De madrugada, las gotas caen, humedecen mis dedos y despierto en un nuevo día sin tiempo: gran parte de las horas suceden exactas e iguales, y poco a poco empiezan a borrarse. El tiempo ha dejado de ser medida en esta tierra salvaje. 

***

Hace días escucho una sombra: suena cuando me muevo, se detiene cuando lo hago, se esconde cuando duermo. Sé que existe pues son cuatro las huellas que, al echar la mirada atrás, logro observar: una de las pisadas es grande y embotada; la otra son mis diez yemas pequeñas y las dos palmas delgadas. También la he olido: cuando se ensucia la boca, con trago o tabaco, su tufo rancio se esparce como carroña. Desde su aparición, he hallado —de la más simple y fortuita de las maneras— carne trinchada en largos huesos; los pequeños pedazos regados cada tantos pasos ofrecen una recompensa final: un árbol frutal, un poso de agua, un espacio cubierto para descansar. 

Su presentación es milagrosa pero intermitente, arbitraria, y tras días de reposo, debo huir y divagar nuevamente a mi merced. He tratado de averiguar las pistas que la atraen o me llevan a ella regresando por caminos transitados, haciendo y dejando de hacer, moviéndome o reposando, incluso he tratado de imitar el trino de algún pájaro o el ladrido de los perros, y he escuchado su risa oculta entre las ceibas. Hay veces que, cuestionando su existencia, cuestiono la mía. Froto mis manos, me agacho, me tumbo asustado y los mocos se riegan por mi nariz; al limpiarme, arde la herida y, con el mayor de los cuidados, retiro la suciedad. Entonces juzgo mi condición: si no estuviera vivo, si estuviera muerto con los ángeles en el cielo, tendría, como hace años, todos los dedos. 

Eso no debió pasar —pero tampoco provocó la huida—. Fue mi padre quien agarró lo que no debía, y pensando que por ser menor no habría castigo, me presentó como culpable. A mí me quemaron los dedos y terminé perdiéndolos; no todos: sólo dos de la mano derecha, el meñique y el anular. Uno se infectó y, como familia, se repartió la culpa. Como fue repartida la comida ese día. Ni mi madre ni mis hermanos ni yo preguntamos de dónde o cómo había llegado la vasta cena a la mesa. Comimos sin más por el gozo natural de llenar nuestros estómagos huecos, disfrutando cada uno de los bocados a pesar de las sabidas consecuencias. 

***

Hoy lo he visto. Tras días del acostumbrado ayuno y del vagar selvático, encontré, una vez más, sus regalos esparcidos por los árboles y el suelo: cuatro pedazos de carne roedora y varios trozos de fruta fueron mi alimento. El sendero me condujo a una cascada alta y frondosa; colgué mis ropas en las ramas —aprovechando el sol que se descubría a ratos entre nubes cenicientas— y me sumergí en el pozo. Me limpié, nadé y, cansado del baño, me tendí en la orilla. Dormí como hacía días no lo hacía, tranquilo por su presencia, seguro por su custodia. 

Desperté y sentí, sin abrir los ojos, su examen; giré mi cuerpo y percibí su movimiento: las pisadas rozaban las hojas y procedían con absoluta reserva. Volví a girarme, exhalé profundo, solté cualquier fuerza o presión en mi cara, aflojé las manos, abrí la boca y, al advertir de nuevo su cercanía, me levanté súbitamente, agarré un puñado de tierra y lo lancé al aire. El hombre corrió de un lado a otro y trató de esconderse, sin lograrlo, detrás de un matapalo gigante. Descubrí su párpado entre los agujeros del tallo y, viéndolo, pude detallar fragmentos de su rostro. 

Me acerqué, inspeccioné el terreno como si lo hubiera perdido de vista y esperé atento un nuevo movimiento. El hombre continuaba ahí quieto, paralizado, esperando que la naturaleza agarrara sus piernas y lo sumiera en las raíces, desapareciéndolo. Exhaló y una gota de sudor cayó: pestañeo y vibración. Mi brazo dio un giro completo, lo señalé, le apunté con mi mano pistola, levanté el gatillo y disparé. ¡Bang! No se movió. ¿Fallé? Me acerqué para volver a disparar a mi presa y le descargué una ráfaga de disparos con mi cañón muscular. Ra-ta-ta-ta-ta. Entonces cayó, hacia un lado, con sus extremidades tiesas; al patearlo, para comprobar su estado, su cadáver cedió, y como una estrella, se extendió en medio de la selva. 

Me agaché a cerrarle los párpados y al tocar su cara, sentí el filo punzando mi vientre. Alcé las manos, rindiéndome, y él se levantó despacio. La cuchilla subió por mis costillas hasta posarse en mi cuello, y su ombligo almendrado —punto último de la cruz de su pecho— quedó a la altura de mis ojos. Levantó mi cara, la repasó, su mirada se concentró en mi cuello, apretó las mandíbulas y me clavó el dedo. Gemí como un cerdo, mi cuerpo se retorció, cubrí mi herida, temblé y me revolqué hasta escuchar la risa que se esparcía por los cauchos y las ceibas.

Vi su rostro entre las ramas y el cielo, sonreí y, al levantarme, me desvanecí. El hombre me cargó en brazos y me aferré a su cuello fuerte y grueso; inició la marcha y dormí en su pecho de monte, sudor y pólvora. De noche, me levanté en su cambuche iluminado por una pequeña brasa de leña. El hombre estaba sentado en el umbral rocoso cubierto por una manta extensa que envolvía su figura, miraba la lluvia violenta que caía. Me moví con suavidad, distinguí su equipamiento (un morral, un chinchorro, unas cuerdas, una cantimplora, un largo cayado) y al regresar mi mirada, el hombre se había sentado a mi lado. 

Se retiró las botas, y dos largas piernas camufladas se extendieron; sacudió las medias, se limpió los pies —gruesos y maltratados— y me saludó la gruesa línea que eran sus cejas. Asentí, tímido. Me repasó con la mirada, se detuvo en mi mano, la señaló con su dedo, cortó el aire un par de veces y puntuó el interrogante en el aire. Asentí de nuevo y luego traté de hablar; el hombre borró las nacientes palabras con su palma. Agarró su morral y sus dedos dentados se abrieron y cerraron preguntando por el hambre; mi quieta indecisión respondió. Sacó una fruta, la partió en pedazos con la navaja y masticamos lentamente cada uno de los trozos, tan lentamente como si estuviéramos guiando la respiración previa al sueño. 

***

Las últimas semanas hemos huido del rugir de los cañones. El clima ha variado radicalmente, y el sol ha sido un ojo sin párpado que nos observa sin descanso. La selva, húmeda y sombreada, nos ha auxiliado; sin embargo, los traslados se han abreviado por la continua deshidratación. Por fortuna Luis conoce cada una de las rutas que transitamos, o eso aparenta cuando finalmente suelta el morral para el descanso diario; así también, su confianza se manifiesta cuando la trampa es efectiva y caza al animal deseado, o cuando halla, después de diez horas de recorrido, una fuente de agua dulce que baña nuestras gargantas. 

Luis jamás se queja: no hay palabras ni onomatopeyas ni gestos lastimeros. He aprendido a valorar su silencio diario, su lenguaje austero, sus pocas señas que ilustran el peligro o la felicidad; sólo eso. Las palabras, tan necesarias en el pueblo, acá son materia extinta; podemos pronunciarlas pero no es conveniente: el más mínimo susurro podría delatarnos. Desde el encuentro, la eliminación de nuestro rastro ha sido estricta: las deposiciones e incluso el orín se deben fusionar con el terreno; los huesos deben enterrarse limpios en sitios lejanos; y las vísceras prescindibles, así como la sangre de los animales, deben desaparecer por completo. 

A pesar del escaso reposo, mi entendimiento está firme y activo; la compañía de Luis no sólo me ha socorrido, también ha sido formativa. La instrucción diaria en las múltiples tareas —que bien podrían ser necesidades vitales— es vasta, y se nutre generalmente de la adversidad: si la metralla se enrabia, al suelo y silencio, ruta de evacuación y arrastre; si hay hambre, observación, paciencia y quietud; si hay sueño, exploración y registro; si falta el aire, serenidad mental. Mi enseñanza ha sido abundante y tanto más me falta por conocer. Quisiera dilatar mi huida por años y tener a Luis como compañero de viaje, como instructor que responde con una cándida rigurosidad todo aquello que desconozco. Quizá, en un futuro, cuando él ignore contenido alguno, podríamos aprenderlo juntos; o quizá pueda examinar su método de estudio.

Cuan fuerte y hábil es. Me sorprende cuando cruza los pozos con largas brazadas o cuando aguanta el aire por muchos, muchísimos minutos, mientras yo debo salir y respirar hasta tres o cuatro veces. Sus sentidos, además, son sensibles y desarrollados: es él quien se levanta en medio de la noche al escuchar las pisadas lejanas, es él quien nos trepa a los árboles y es él también quien halla las impensadas vertientes de los trayectos. Luis es sabio y tras numerosos tratamientos naturales, ha curado la herida mi mano; incluso ha decidido dibujarme cada día de por medio un cañón y un mango en ella: un revolver en mi mano pistola. Un arma que disparo cuando los hombres se han alejado y ya no me ven, así no sé a quien mato, así no tienen rostro, ni voz. Luis guía la mira, la posiciona, serena la respiración y el chasqueo de su lengua aprieta el gatillo. Después de cada instrucción, me enseña con sus brazos y sus manos la forma en que debe ser desarmado y aseado el fusil. 

En ocasiones, mis torpes descuidos lo irritan y su enfado ha traído lamentables consecuencias: a veces se golpea la cabeza y se da fuertes manotazos en la cara reprochando el error; otras veces, agarra mi cuerpo —sus dedos gruesos lo elevan concentrando todos los huesos en una única masa— lo suelta, y caigo como una marioneta inanimada. Frustrado, cierra los puños, emprende solo el camino y regresa tras unos minutos arrepentido; se disculpa tocando mi corazón y el suyo con la misma mano. Luego me abraza, me carga y purga la culpa obteniendo frutos de difícil alcance, sobándome las piernas, dejándome el último y más largo trago de agua.

A veces Luis despierta de madrugada, se encarama a un árbol y desciende ansioso, expectante: señala un punto aleatorio en el paisaje y algún número muestran sus dedos: una cuenta regresiva que se ha extendido o compactado las últimas semanas. Ayer, finalmente, mostró un único dedo. 

***

A pesar del silencio, corremos ya sin precaución; Luis me arrastra por las trochas, los arroyos, los árboles y los caminos sin pausa. Llevamos más de doce horas avanzando y hace días que las tropas están ausentes. Ha dejado de cargarme: su esqueleto ya no soporta el mío. Ante el cansancio regresa, risueño, y me motiva dando un par de palmadas, mostrándome la medida del triunfo con la cercanía del dedo pulgar a la punta del índice: tres falanges, dos falanges, una. Luego se golpea el pecho como un gorila y aúlla, plácido, feliz. 

Ignoro lo que estamos por alcanzar, no quiero llegar a ninguna parte. Últimamente el cansancio dobla mi cuerpo y debo soportarlo en mis rodillas; silbo, alzo mis brazos interrogando su motivación, su meta, su afán, y él sólo me impulsa dando un giro tras otro a su brazo: ya lo verás. ¿Pero qué: el inicio de una nueva senda, el fin del departamento, el límite de la frontera? Nada le pregunto: no quiero darle razones para que se vaya sin más. Ni el hambre ni la sed importan: hace días que comemos sólo frutos regados por la tierra y cada tanto humedecemos las bocas con las gotas de las hojas.

Los últimos días, su mirada se ha vaciado: ya no me mira, sólo contempla un punto escondido en el revés de sus ojos; ríe por cualquier cosa y no duerme, pasa las noches en vela. Son sus extraños susurros los que me despiertan; sus susurros, sus risas, sus golpes y sus sollozos. Lo he visto persignarse, mirar al cielo y agachar su cabeza disponiendo su nuca para ser trozada por un rayo celestial o tajada por una cimitarra sagrada.

La frondosidad ha quedado atrás: andamos ahora por un terreno pelado, una tierra árida y caliente que emana un vapor asfixiante. No hay brisa, y el sudor nos baña; es ese el único sabor que permanece en mi lengua: la sal corpórea. He tratado de gritarle pero un alarido equivale a múltiples respiros. Los labios están secos, como la piel que poco a poco empieza a caerse, a despellejarse en las palmas, los talones, los antebrazos y la entrepierna. No puedo detenerme: ya el cuerpo corre y vibra autómata, como si hubiera nacido para eso, como si el sistema humano hubiera sido creado para huir indómito e irreflexivo; como las bestias que se desbocan sin dirección al advertir la amenaza. 

El despeñadero brota tras la pendiente escalada: un caminito en forma de triangulo donde sólo cabe un cuerpo, un caminito al que Luis se aproxima saltando, riendo, echando su mirada atrás para luego mostrarme el precipicio, como si presentara un banquete lleno de los más ricos platos y las más refrescantes bebidas. Es esto, pareciera que dijeran sus manos mientras limpian unas pocas lágrimas que salen de sus cuencas chupadas. 

Luis me agarra de la mano y me guía, me lleva al filo del abismo, y desconcertado por mi falta de emoción y mi perplejidad, grita hasta herir su garganta, una y otra vez; al instante se golpea, se calma, se peina y me mira compasivo: se toca el corazón con la mano. Entonces se gira, me ve, da un paso hacia atrás y se lanza dirigiendo su mirada al cielo, y sus dedos se cierran una última vez invitándome a seguirlo. 

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