PARÁBOLA
Nos preguntamos con Juliana Toro ¿Por qué drogarse?. Ella ilustró e hizo la magia risográfica. Yo escribí.
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El calor abrasa y las gotas de sudor brotan, se juntan y resbalan por mis costillas y por las sienes de los hombres que me acompañan. Suculentas cazuelas de mariscos han sazonado una fortuita conversación, y los últimos tragos de limonada, las servilletas humedecidas y el repique de los dedos en la mesa parecieran marcar su fin. Saldada la cuenta, alguno propone una breve prórroga en un local alterno; cruce de miradas, ausencia de réplica. La persiana metálica se eleva, cae, y enseguida las luces, las palabras y el calillo de hachís se prenden. Seis tragos de viche son servidos de bienvenida. Los labios silban y las lenguas de humo se extienden, se arremolinan y se acoplan a la gran nube blanquecina que nos rodea. Escucho el diálogo sobre la política cultural comunitaria cuando tres golpes repentinos agitan la puerta. La cortina se enrolla, y del cuadro resplandeciente surgen las siluetas de dos policías. Uno de ellos cruza el umbral, resopla, ventea e interpela al responsable; el hombre se presenta. El oficial estrecha su mano, solicita su cédula, y las nuestras, las entrega a su compañero y explica —repitiendo un padrenuestro— la razón de su presencia: ha habido quejas por el olor, el espacio es inapropiado, la ley es clara en este aspecto, etcétera. Se examina el decreto, se aclara el uso y se divaga entre los vacíos y los anexos de la norma. El patrullero ausente, a un metro de la entrada, salpica en su nuca un líquido aromático —que esparce por el cuello y las orejas— mientras revisa los documentos; uno tras otro, los plásticos rotan en sus manos: escribe los números de identificación en la pantalla, aguarda el resultado, frunce el ceño y pasa. Finalizado el registro, algo oye, disiente y escupe.
El oficial pide permiso, mira al suelo y atiende un último argumento; luego levanta la mano derecha, alza la mirada, aclara su voz e interviene: Yo a mis treinta años he acabado cinco matrimonios, sé lo que les digo. Entonces calla, estira la mejilla afeitada, se limpia la comisura de los labios y aclara: Cinco en doce años. Si es así, el oficial debió empezar temprano: en la necia adolescencia; y dos años y tanto debió durar cada una de sus relaciones. Hay hombres y mujeres que, queriéndolo o no, saltan ciertas etapas. A sus quince años mi abuela se casó con un hombre diez años mayor y la unión se mantuvo por más de cinco décadas. Él sigue vivo y ella murió hace nueve años. Debería visitar al viejo, hoy mismo de ser preciso, si este lo permite. ¿Qué dice su marbete? Zuluaga; si Zuluaga lo permite. La circunstancia es inusual: un patrullero confiesa sus pecados a unos cuantos detenidos. ¿Será verdad, será una trampa: un falso positivo? Calla. Zuluaga continúa: a sus dieciocho años su primer hijo estaba en camino y, siete meses atrás, al enterarse, se entregaba al servicio. La historia es engañosa: ¿cómo pudo haberse entregado siendo un menor? ¿Estará promocionando un programa de transformación vital: abstinencia, entrega y sacrificio? Ahora evoca el fruto diario; trabajó en el campo. ¿Sí? Sí, acaba de referirse a su vida en Caldas con sus padres y sus cuatro hermanas en un pueblo próximo a Manizales: la vida es apacible y dista de la miseria: hay animales, cultivos, arroyos. El acento se ha remarcado: permanece en su lengua; en la lengua no: en la garganta o en el espíritu.
Continúa con la situación parental: ambos contaban con el cartón de bachillerato y algún certificado técnico; pisaron y vivieron la ciudad mas no se amañaron y, tras casarse, regresaron al campo; como cualquier otra pareja, anhelaban un futuro próspero y cómodo para sus hijos, y esa suerte debía iniciar conmigo. Zuluaga enrolló el hilo, ató el nudo y se clavó el dedo pulgar en el pecho: su uña perforó la piel, los músculos y los huesos. Por adelantado, libra de toda responsabilidad al padre: el viejo jamás le levantó la mano a nadie, y a él lo formó con la severidad debida y acostumbrada. Eso puede decir él; pero la severidad es caprichosa: hay padres que dan con palo o con hierro, y sólo se detienen hasta ver el remordimiento trazado en el pellejo. Pudo ser su caso. Zuluaga cumplió, rigurosamente y hasta donde pudo, con sus labores como hijo, hermano y estudiante. Asegura el potencial de una vida estructurada y favorable, y presenta sus innegables ejemplos: la satisfacción del orden; la inexplicable tirria a lo sucio y ajado; el empeño y la diligencia a falta de lucidez; las pocas mentiras; la incapacidad de robar; la atención familiar; en fin… poco se le podía reprochar. Sin embargo —y sus brazos abiertos parecieran confirmar su irrefutable destino— fue seducido por la sal y el vicio: a sus catorce años, orientado por una infantil curiosidad, borracho y amanecido, una mujer mayor lo hizo varón. El gusto se sembró, dice Zuluaga, y en un puñado de meses floreció como hábito: cada uno de los días de gozo, se levantaba de madrugada, trabajaba en el cultivo, iba a la escuela, volvía y ayudaba a su madre en los oficios domésticos. Luego, el joven Zuluaga se perdía por las praderas y se tomaba lo que su hígado le permitía. En seguida la bebida —sin entender cómo mas admitiéndola sin condena y agrado— lo conducía al mismo destino.
Zuluaga mueve su brazo y nos incluye: alude, además, a la experiencia común entre los hombres presentes; la cabeza —la suya y la nuestra, sugiere— está encauzada, a esa edad, en un único propósito: hallar figuras y pistas estimulantes en cualquier parte; y Zuluaga casi a diario era seducido: aprovechaba las oportunidades casuales que le ofrecía la vida, y el puro instinto animal era el que brotaba y sometía a su organismo. Poco pensaba en el cuidado: empleaba —cuando podía— las técnicas recomendadas por otros individuos. Antaño, hubo explicaciones biológicas, una que otra clase de educación sexual y algún comentario familiar, pero la forma de aproximarse, las dinámicas coitales, las preocupaciones posteriores y los enigmas de pareja eran resueltos por ese conocido que, con alguna experiencia, daba a conocer sus vivencias. Por años el método dio resultado, y el insaciable disfrute juvenil habría continuado si no hubiera sido interrumpido por la noticia del retraso. Esos no son los términos usados por Zuluaga, pero admitamos esta nueva versión tras la confusa mezcla de eufemismos y perversiones. Dio la cara, y en ningún momento quiso abortar a la criatura. Idem y etcétera. Zuluaga tranquilizó a su joven novia, habló con su familia, y su pobre padre, enfurecido y avergonzado, lo acompañó al interrogatorio con sus futuros suegros. Fue él, quien a lo largo del trayecto, tomó las riendas de su destino: se casaría, abandonaría la tierra y sería policía. Mejor que militar, le dijo, así la Muerte la tiene difícil. Uribe estaba cerrando su segundo mandato y el plomo en el ejercito era cuestión diaria y bendita. Y yo he tenido güevitas para culiar pero no para matar, agrega Zuluaga. El oficial ha soltado la lengua y la audiencia lo escucha: abiertas o cerradas, las bocas no se han movido. ¿Cuánto llevamos acá? Necesito una botella de agua y limpiarme la cara; las mangas de mi camisa están llenas de formas abstractas, y parecen, a simple vista, manchas psiquiátricas.
Tras el respiro, vuelve; sus manos sujetan el cinturón. No le gusta la pistola, le tiene respeto. Ciertamente ha disparado y sabe manejarla, mas los últimos tiros efectuados fueron en la escuela; desde entonces, y gracias a Dios, no ha tenido que usarla. Su pulgar soba el gatillo y un recuerdo se acerca. Durante la formación aprovechó los permisos de salida para visitar a la que se había convertido en su primera esposa, pero también —simulando una imposición— fortaleció sus malas prácticas: sagradamente, una de las noches la dedicaba a los patrulleros —hermanos y cómplices de juerga—, y cuántas alegrías, penas y pasiones compartieron. ¿Habla en clave? Quizá: el ruido institucional ha sido intenso. Imposible evitarlo: no eran compañeros de estudio ordinarios sino futuros guardianes de sus vidas: el pacto debía blindarse. Ahí la respuesta; pero surge un detalle más significativo: ¿juntó, en tres frases seguidas, a Dios, la policía, las armas y el adulterio? Zuluaga reconocía el compromiso, distinguía la traición, pero ese sujeto superior —bruto y voraz— dominaba el territorio: era, y sigue siendo él, el que desobedece y rechaza las promesas. Además —creámoslo o no—, tiene la estrella: le gusta a las mujeres, llama su atención. ¿Eso será la gloria para Zuluaga? No, no lo es; el talento roza el martirio y no la gracia. De joven se disfruta sin más el éxito: se ignora el misterio, el olor, los rasgos, los movimientos, la fuerza que atrae y seduce; sin embargo, después de haberse comprometido y divorciado cinco veces, el regalo parece un castigo. El demonio sale de la tierra y se presenta en forma de cucas y tetas. Zuluaga dibuja y agarra dos grandes senos y un culo que sujeta con firmeza; sonríe con malicia, se avergüenza y la incertidumbre de cómo dirigirse a un público pasmado, y no risueño como él espera, entorpece el transcurso del relato. Acá un auxilio temporal: la tentación se aproxima, clava sus ojos, le acaricia y despierta a ese demonio, ni tan grande ni tan pequeño, dicho sea de paso, que cuelga en su entrepierna. Una bestia que, al desencadenarse, causa todo tipo de problemas pues no discrimina ni tiene pudor. Cinco matrimonios y varias amistades a sus treinta rancios años.
Por suerte, conserva la cordura, y el orden prevalece tras el desgobierno. Zuluaga agradece su abstención narcótica: jamás ha consumido sustancias ilegales. Primero, por decreto; segundo, por temor. Nos ha señalado con la boca para luego agachar la cabeza. Se acobarda ante el descontrol inmediato y posterior: prefiere esquivar ese infierno mañanero tantas veces referido en la estación. Lo susurra como si fuera una revelación, un secreto de estado. Domina el trago a pesar de los impasses. ¿Cuál palabra ha usado en vez de esa: dificultades, obstáculos, problemas? Lo maneja al día siguiente organizando su vida: madruga, se baña, se perfuma, se viste como debe y cumple —como cada uno de los días de su juventud— con la labor. Al esmalte transparente no se ha referido. El oficio ha sido refugio y auxilio: ofrece perspectiva y evalúa, con acierto, el grado de la adversidad. La satisfacción personal se produce al trabajar por la preservación del bien común, exponiendo la vida, en cada jornada, por el porvenir de la nación; ese propósito lo absuelve, y reconforta su juicio opacado y corroído. Si hoy le dan muerte, la comunidad reconocerá su servicio: equilibrará la incesante lucha en favor del país a pesar de las fallas humanas. Miremos al suelo, por pudor, y sigamos escuchando. Zuluaga estaba a punto de dirigirse a Dios el Día del Juicio, tras leer el repertorio de infidelidades, traiciones y porquerías cometidas, pero se ha detenido y regresa por otro sendero: considera su proceder por poco inofensivo. Arrastra el pretexto corriente: jamás ha matado o secuestrado a ciudadano alguno, y franco siempre ha sido. Eso dice, eso ha dicho. El oficial levanta la mano, la posa en su pecho, y detiene los silentes rumores del público; desea aclarar su comentario y así también limpia su conciencia. Cada una de las veces que ha hallado el amor, se ha confesado con la futura pareja: suplica piedad arrastrándose como una alimaña despreciable, ruega orientación, pide una oportunidad, y, siendo aceptado, las impulsa —después de contados encuentros— a usar todas las herramientas posibles para enderezar su camino: golpes, encierros, censuras, vigilancias. Todo lo ha permitido.
Zuluaga obedece las órdenes cabalmente, y así emprende una nueva relación, una nueva vida: por meses reprime su esencia despreciando cualquier invitación. Se siente cómodo y seguro, y gradualmente percibe el milagro que ocurre en su vida gracias al cariño. Pronto, curioso y cauto, se acerca de nuevo al pecado: lo divisa y se aleja; sólo tantea su propia fuerza, y, al rechazar la tentación, se enorgullece de la evolución. Así avanza: rehabilitándose y recompensándose, recuperando poco a poco el juicio. Su franqueza supera la naturaleza. Sin embargo, su esmero y sus esfuerzos, en algún momento del recorrido, se ven interrumpidos. Dele fin, Zuluaga. Un día cualquiera, una acción riesgosa y azarosa del oficio le recuerda que está vivo; toca su cuerpo indemne y su ánimo se ensancha: una vez más ha desafiado a la muerte y la victoria lo ha favorecido. Siente una intensa necesidad de celebrar su suerte y agradece a Dios su vitalidad, su coraje y su brío. Pero no le basta el parecer individual o conyugal: quiere sentirse alabado y codiciado, generar envidia, poseer y ser premiado. Entonces se pregunta: ¿por qué me censuro, por qué me oculto si he vencido? Aplaude su fuero interno y lo impulsa a que sea él quien se explaye y domine las horas o días que pueda durar la campaña de desenfreno. El puño de Zuluaga, que se ha elevado y apretado con ímpetu, se desintegra. Zuluaga suspira y se retira el sudor de la frente. La operación es exitosa y la depravación extrema. Se sacia, satisface su apetito viril y se cansa: es débil y mortal; la extensión de la vida y la falta de fuerza lo deprimen. No hay conquista ni imperio: debe retornar y ser un humano más, un sirviente, una figura pasajera de la historia. Percibe su ridícula fragilidad y ansía una brutal pena. Vuelve al hogar y a su esposa provisional le relata lo ocurrido con pelos y señales: no tiene sentido mentirle, las aventuras emprendidas son atroces y llegarán a sus oídos.
Es despedido y, roto, vaga: se muda a una pieza, vende lo que puede, paga sus deudas y acuerda, una vez más, con el mismo abogado de los últimos diez años, el precio a pagar. Lamenta su proceder errante y su triste soledad. Es la circunstancia más lamentable de su mal: permanece solo y no vuelve a encontrarse con las mujeres que lo han acompañado las noches anteriores; han dejado de atraerle, nada lo satisface. La conclusión es sabida, y ese ha sido el orden cinco veces seguidas. Abre su billetera y muestra los pesos con los que sobrevive después de haber pagado sus compromisos: consigna mensualmente para las mujeres, los perros y los niños. Pareciera que se le empañan los ojos, pero es el brillo de la luz. Zuluaga se limpia la cara y reconoce, asintiendo una y otra vez, el nombre propio de las culpas. Luego mira al cielo y garantiza el posible cambio, suyo y humano: nunca es tarde para salvar a quien ha caído. Pide atención y cuidado en el consumo, en cualquiera de los consumos: todos arrasan como pestes el cultivo. Entonces entrega los documentos, estrecha manos y ofrece su apoyo en caso de requerirlo. Zuluaga se encaja el casco y, con una venia, se despide. Nos ha mentido.