
MANUEL BURBANO
EL ORIGEN DE SU TEMPLANZA
Se ha dicho que tiene más de cien años; hombres maduros afirman haberlo visto, ya viejo —así como se le ve hoy—, cuando eran niños; su historia, longeva y vigorosa, es célebre entre los habitantes de El Pato-Balsillas. Cuando las gentes preguntan por su estado, su familia adoptiva —benefactora tras más de quince años— continúa contestando complacida: ‘Ahí sigue el abuelo, firme como un toro; cortando madera’. Manuel Burbano Pérez ha ido perdiendo gradualmente la audición pero escucha como puede, rememora y conversa. Nació en Palmar, Valle del Cauca, y su fecha de nacimiento es tan incierta como la de tantos ancianos campesinos en Colombia. Sin embargo, la memoria del oficio es exacta. A los diez años, su padre, Manuel Antonio Burbano, le regaló una peinilla pequeña, de larga como un antebrazo, y se sinceró: ‘Mire tocayo, para que trabaje y se cuide. Usted y su hermano tendrán que ayudarle a su mamá porque yo ya me siento enfermo, la muerte se me acerca’; desde entonces ha ido de un departamento a otro labrando la tierra. Excavó sus reminiscencias y esto contó.
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Por siete años Manuel Burbano trabajó para Ángel Méndez en un desaparecido corregimiento del Tolima; durante su vasta y ardua labor su jefe se desentendió del correspondiente pago: cada quincena, cada mes, cada año, se valió de excusas, justificaciones y dilaciones para evadir su compromiso. Tras siete años de trabajo diario, Manuel Burbano, harto e indignado, solicitó el pago completo del salario adeudado. Méndez trató el asunto como se atiende una deuda de juego pueril: ofreció una suma cualquiera esperando zanjar la cuestión rápidamente. Manuel Burbano, molesto y ofendido, rechazó el valor: ‘Me da mucha pena con usted, don Ángel, pero si usted piensa que con seiscientos pesos me va a pagar el trabajo realizado por siete años, está equivocado’; habituado a la subordinación, el patrón se refugió en la acostumbrada trinchera legal, la amenaza infalible: ‘Si eso no le sirve, bien podemos irnos a juicio en El Espinal, como usted prefiera’. Sin temor a la amañada justicia, y seguro del indudable resultado del pleito, Manuel Burbano consintió la amenaza; se acomodó el sombrero y se alejó sin despedirse.
Al día siguiente, la señora Oliva —esposa de Ángel Méndez—, se acercó a Manuel para tratar de solventar la deuda: le ofreció una nueva suma de dinero distante, también, del valor adeudado, ni siquiera correspondía a la mitad. Manuel Burbano, franco, rechazó la oferta y se mantuvo en el arreglo legal. La mujer pretendió disuadirlo, conversó, explicó y aconsejó; el trabajador, impasible, perseveró. La señora Oliva volvió entonces a su casa: buscó en los armarios, revolvió los cuartos, escarbó la sala y deshizo la cocina recomponiendo la cifra: cincuenta, setenta, cien pesos más; Manuel Burbano, imperturbable y agradecido, volvió a rechazarlo: ‘Guarde su dinero, señora Oliva. El que me debe es don Ángel. Usted no tiene que gastar sus ahorros pagando lo que no le corresponde’. La señora Oliva sugirió un tiempo de reflexión: volvería en unos días para conocer el veredicto final; Manuel Burbano asintió y se retiró a la estancia de los braseros. Tumbado en la cama —amparo y descanso de esta larga etapa—, cerró los ojos y pensó en su hermano Abel. Si no hubiera sido por él, jamás se habría ido del Valle. Ligero perdió el camino: alcohol, tabaco y prostitutas fueron compañía y desahogo de su hermano mayor. ¿Y su madre y su medio hermano Samuel? Ella y él también favorecieron la degeneración. ‘¿Y mi padre? Otra habría sido nuestra vida si él no hubiera muerto’.
Tras el sobrio entierro, su medio hermano paterno, Samuel Burbano Calvache, visitó la familia y conversó largamente con la madre de los huérfanos a puerta cerrada; al salir, la viuda le anunció a su hijo mayor, Abel, que, desde esa misma tarde, se iría al Valle a trabajar con su medio hermano. ‘Le pareció fácil enviarlo’, menciona Manuel, ‘para que lo ayudara siquiera a vestirse’ concluye. Samuel era bueno cosechando café: agarraba los granos sin esfuerzo, sus dedos parecían extensiones de las ramas, pero fue otro el sendero que se ajustó a su paso; tan pronto pudo, prefirió el puntual intercambio de palabras, los contratos informales firmados con la tinta invisible de las voces y la fuerza de las manos al estrecharse, suficiente y oficial por esos años en la ruralidad colombiana.
Viajaron a Matecaña, Valle del Cauca, y, al llegar, el mayor de los hermanos, conversó con Pacífico Losada —amigo íntimo de su jefe— le presentó a su hermano y ofreció sus servicios como jornalero. Los días siguientes, la familia supo de su admisión y de una pronta reunión. En las intermitentes visitas de su hermano, Manuel Burbano notó el avance progresivo del vicio; cada peso ganado era malgastado en su decadencia sin aportar auxilio alguno a la familia. Tras un largo año, una de las visitas de su hermano coincidió con el extraño saludo de Luis Castaño, esposo de Maruja, una de sus hermanas —quien tiempo atrás se había relacionado con otra pariente—. Nuevamente, a puerta cerrada, se decidió el futuro del más pequeño de los hijos: Manuel; doña Elalia resolvió, del mismo modo, enviarlo al Valle con su hermano: él también debería trabajar por lo suyo y sería Samuel, otra vez, quien intercedería por su futuro laboral. Manuel, desconfiado, se opuso: no quería dejar a su madre sola pero fue ella quien lo persuadió: estaría bien y la administración de los escasos productos de la finca sería supervisada por Luis. Días después, Samuel pasó por su hermano menor, lo presentó y lo ofreció a otro de los patrones del territorio; trabajaría en una finca próxima a la de su hermano Abel.
El trabajo fue arduo y gradualmente aprendió las labores de sus diferentes oficios. Fue aplicado e intentó ahorrar gran parte de su sueldo: usó, únicamente, una pequeña cantidad de su dinero para los gastos semanales. Cada tanto recibió las visitas de su hermano Abel: consultaba interesadamente su estado y se despedía, frecuentemente, pidiéndole dinero prestado; una, dos y tres veces regresó por el dinero ahorrado. Hastiado de las falsas excusas—como habría de pasarle años después— negó un nuevo préstamo y exigió noblemente la devolución de los auxilios del vicio. Abel aseguró el pago completo de la deuda en su próxima quincena.
Bastó una semana: Abel regresó con uno de sus cómplices de juerga, y ebrios exigieron un préstamo inmediato; Manuel, hábil, eludió la intimidación explicando el gasto absoluto de su dinero en la compra de prendas y elementos de aseo el fin de semana en Timba. La pareja, irritada, anunció su regreso dos meses después para el requerido préstamo; la suma de dinero comprometía un sueldo completo del menor de los hermanos. En esos dos meses de espera, Manuel conoció a Ángel Méndez —familiar de sus patrones—; este se interesó por él: le preguntó por las labores desarrolladas diariamente, su edad y el pago actual del jornal (diez pesos). ‘Le están pagando poco’, mencionó el hombre, acompañando el comentario de una propuesta laboral: trabajar para él en su finca ubicada en el Tolima, por quince pesos el jornal. Manuel, sin pensarlo, aceptó: nadie lo esperaba, nada lo ataba, su hermano lo amedrentaba.
‘Algún día, alguien tendrá que pagar: ya perdí la plata prestada a Abel, no perderé siete años de trabajo. Será como ellos quieran: si vamos al juzgado, allá me presentaré’.
Días después, Eladio Suárez, cuñado de Ángel Méndez, lo buscó: habló con él en una zona distante y aludió a una posible declaración, en caso de requerirse, favoreciendo su testimonio: daría fe de la deuda y del incesante trabajo. Se refirió, a su vez, al establecimiento de una junta de cobradores tras conocerse el caso en la región: muchos anhelaban asistir al juicio para exigir el pago de otros dineros adeudados. ‘Así que, Manuel, si nos necesita, ahí estaremos para hundir a ese malparido’. Los días siguientes, Manuel Burbano se perdió en el bosque de pensamientos, acciones y consecuencias del posible pleito. Sabía que la señora Oliva lo buscaba día y noche para conocer, de una vez por todas, su fallo. Se turbó al pensar que tenía todo a su favor para enterrar a Ángel Méndez en una única cita; la emboscada era impensada y mortífera: el poder había emergido súbitamente de la necedad.
Manuel Burbano se acercó a la casa y mandó a llamar a la señora Oliva; la mujer salió deprisa con el dinero reunido en el sobaco y se adelantó a cualquier sentencia: había recolectado una nueva cantidad y suplicó su admisión. Manuel Burbano la aceptó: no era el pago consolidado y justo pero quién era él para acribillar el capital de la familia Méndez; otro serviría de carnada para la jauría que andaba a su acecho. ‘Ni él ni su señora eran malas personas: debían esta vida y la otra pero el demonio no estaba en su corazón’ acepta resignado Manuel Burbano, ‘…además, estuvo lo del coto’.
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Dos años antes del cobro definitivo, Manuel Burbano había padecido un coto arraigado al costado derecho de su garganta. La severa inflamación —tan grande como el puño de su mano— había aumentando con los años, impidiéndole, incluso, el movimiento natural de su cuello, agachar su cabeza, comer y observar el suelo. Al quinto año de trabajo, Ángel Méndez, su patrón, le propuso un abono alternativo a la madurada deuda: hablaría con una espiritista —originaria de Chaparral, de nombre Mercedes— para la extirpación definitiva del agobiante y desagradable mal; trescientos pesos fue el valor asignado, según Ángel Méndez, para la labor. El patrón le explicó el proceso si decidía aceptar la oferta: básicamente debía autorizar el acuerdo, y Mercedes, desde su quirófano remoto, se haría cargo de la operación; el único requerimiento solicitado por la espiritista era conocer con precisión el lugar donde dormía su paciente: no había necesidad de conocerse, Méndez mostraría el espacio. También aclaró: el procedimiento no dejaría rastro alguno en su cuerpo, ni en su piel, no vería siquiera un rasguño en su garganta, y citó el caso de la señora Florinda —mujer anciana, habitante de la vereda Berlín—, cliente beneficiada y agradecida, tras la extracción de un tumor maligno enraizado a su estómago. ‘Yo mismo lo vi’, asegura Manuel, rememorando la vez que, viendo a la anciana sentada en el umbral de la puerta de su casa, le preguntó por el frasco que tenía a su lado, y esta le había explicado que era su tumor, el tumor que la espiritista le había extirpado y debía llevar siempre consigo, llenándolo diariamente con agua.
Manuel Burbano aceptó y Ángel Méndez dio la orden; ocho días después el trabajo fue realizado. Esa noche Manuel Burbano se acostó en su cama y concilió el sueño enseguida; durmió profundo y sin perturbaciones. El espíritu se presentó e hizo lo suyo en silencio: ‘Uno no logra verlos, pues, al llegar, adormecen a la persona, la privan’. Al día siguiente despertó, se vistió con sus ropas cotidianas y descendió el acostumbrado terreno empinado de la finca. Al agachar su cabeza para tratar de divisar el suelo no sintió hinchazón. Sacó un espejo pequeño que guardaba en el bolsillo de su camisa y vio su reflejo: nada había en su cuello.
(Ese habría de ser su primer y principal arrepentimiento en su incipiente conversión espiritual trabajando para los hermanos Evangélicos Adventistas: ‘Esas personas espiritistas trabajan con el demonio, es él quien les enseña a curar a la gente: él les da las herramientas para hacer esos trabajos y no Jehová, nuestro padre eterno, Dios poderoso’).
Con el dinero en su mano, Manuel Burbano se despidió de la finca de Ángel Méndez y se desplazó por el Tolima en busca de trabajo, encontrando, semanas después, empleo en la finca del hermano Fidel Castañeda; en la austera estancia residía también su esposa, sus suegros y dos hijos pequeños. La familia entera dormía en un único cuarto, y él, en un espacio reducido cerca de la habitación principal. Tras una semana de tanteo laboral, y espiritual, el patrón conversó largamente con su jornalero: cuestionó su proceder mundano, su distanciamiento espiritual y sus hábitos alimenticios —el consumo de alimentos abusivos y nocivos para el cuerpo: las carnes rojas y blancas, las sustancias de cerdo y cualquier otro producto de origen animal; por fortuna a Manuel Burbano nunca le había gustado la carne—, convenciéndolo de la inevitable transformación; tras semanas de arrepentimiento, confesión y respeto alimentario fue bautizado ‘el día sábado, día de descanso, día del señor, y no el domingo, como otros podrían pensar’ e incorporado oficialmente a la comunidad.
Con los hermanos Evangélicos Adventistas trabajó por veinte años; su labor fue liviana y respetuosa: cosechó café, limpió cultivos, cuidó las herramientas de trabajo y colaboró con las labores de un pequeño aserradero propiedad de la familia Castañeda. Disfrutó esa época: fue acogido con amor; se sintió cómodo e identificado con las dinámicas familiares y religiosas; y siempre se le pagó: puntualmente recibió su salario. Hasta la llegada de un invierno letal —olvidó el año exacto— que devastó muchos de los cultivos del terreno; la madera, con el tiempo, también se agotó. Sin ingreso alguno, ni dinero ahorrado para invertir en la propiedad, la familia Castañeda se vio obligada a vender la finca. A los días se trasladaron a Planadas, Tolima, donde compraron un terreno pequeño y bonito, acompañado de una casa chica y deteriorada; le dieron el nombre de Montebello. Fue poco lo que pudo realizar Manuel Burbano en él: las labores estaban contadas y los miembros de la familia podían suplirlas sin su ayuda. Las semanas siguientes se dedicó al aseo y al corte de la escasa madera que poseía la finca. Sabía que pronto ocurriría: una mañana la familia Castañeda se reunió con él y confesaron su estrechez. Manuel Burbano reconoció la situación apenado, agradeció el tiempo y la hospitalidad, prometiendo volver en algún momento de su vida.
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Hace poco, Manuel Burbano, soñó: se vio saliendo de la finca en busca de madera; había oscurecido pero emprendió camino tratando de conseguir, al menos, una brazada de leña. Nadie se percató de su excursión: los patrones no estaban o dormían. Tras caminar el sendero llegó a un tajito limpio; entonces sintió que lo llamaban: volteó la mirada y se sorprendió al encontrar los ángeles de Jehová. Ellos salieron al camino y le hablaron —sabían su nombre y quién era él—: ‘Hermano Manuelito, ¿para dónde va?’, le preguntaron. Él les respondió que iba subiendo, buscando leña para la casa. Miraron el cielo oscurecido y le aconsejaron que no continuara el camino: ‘Devuélvase mejor y mañana regresa con buen tiempo y la claridad del día’. Él también miró la luz que rápidamente se escondía. Los hermanos entonces sugirieron: ‘Hermano Manuelito, levántese a volar así como nosotros, así llega ligero, ligero’. Estaba confundido pues no sabía hacerlo, y se los dijo. Ellos lo tranquilizaron, le enseñarían. Algunos se elevaron y sólo uno se quedó a su lado; lo agarró entonces de la mano y se levantó del suelo, volando con él. Tras un momento, el hermano lo soltó y Manuel Burbano continuó: ‘Volé plano pues debía descender, así estuve un rato y fui bajando ligerito, como un avión. Fui aterrizando despacio hasta tocar el piso, ahí desperté’.