MIXTURA

Aproveché el viaje de cuatro mujeres de la vereda que se dirigían a Subachoque con el ansioso propósito de adquirir la primera dosis de una de las vacunas para descender con ellas y recorrer el municipio; en busca de una distracción (intuyendo el hallazgo de un paisaje opuesto al panorama aislado y sosegado del territorio y pretendiendo examinar y emplear trazos cotidianos de los lugareños en una historia que escribía y que aún hoy se resiste a ser finalizada) encontré un pueblo parco y estéril. Las aceras resguardaban el polvo, las calzadas eran transitadas por peatones solitarios y una buena parte del comercio se encontraba cerrado; el susurro continuo de la corriente oscilaba por las ramas, puertas y ventanas. Anduve por el pueblo, compré alguna provisión y me senté en una tienda recóndita a tomar una cerveza. Entonces recibí la llamada de Pedro Camargo -amigo de antaño- ofreciendo una invitación: irnos a Rionegro al día siguiente a realizar el apareamiento de una de sus perras bóxer; sería un viaje de tres días: dos de transporte y una jornada intermedia de descanso, él pasaría por mí. Acepté enseguida: poco sucedía en mis días y el movimiento, invariablemente, provee. Almorcé en un modesto restaurante y regresé a la vereda, escoltado por cuatro inyecciones, a ordenar mi equipaje. 

A las seis y treinta pasó por mí (una hora atrás me había levantado ávido por la travesía; tomé una ducha, desayuné, organicé el espacio e hice una examen riguroso: la vajilla limpia, la disposición de los alimentos y los objetos, el gas y las cerraduras selladas, encendí y apagué interruptores y repasé la maleta). Se estacionó y abrió el maletero -Brooklyn y Manhattan se arrojaron como proyectiles por el pastizal- le enseñé la casa, empacamos refrigerios -esquivando las pausas en carretera-, esperamos la distensión total de las perras y emprendimos el trayecto. (Mis encuentros con Pedro se han dado con una intermitencia suficiente a lo largo de diez años de amistad: ha sido una relación que no ha requerido de cercanía ni contacto constante para conservarse. Meses atrás lo había visitado en su casa y habíamos actualizado nuestra temporada apartados -más de cuatro años-; la conversación -nuestro trato- fue semejante al gestado y desarrollado en Naknek -un pueblo de la bahía de Bristol en Alaska, Estados Unidos- donde trabajamos en una fábrica de procesamiento de salmón durante dos vacaciones consecutivas de nuestro periodo universitario. La experiencia, en ambas ocasiones, había sido provechosa -el nexo heterogéneo con latinos, norteamericanos, europeos y asiáticos; la remuneración económica; el proceso de maduración mental- mas desgastante física y anímicamente. Ciertamente un episodio atestado de recuerdos inmarcesibles; es innegable que nuestra proximidad ha sido fruto de la larga zozobra y la corta serenidad, de la inacabable fatiga y el breve reposo, de la insondable ansiedad y la justa tranquilidad final). La renovación de lo sucedido se presentaba como una exigencia impuesta por el diálogo para rememorar enseguida lo rebasado en la adolescencia: las primeras horas de recorrido las ocupamos en esa interminable conversación cíclica sobre las personas conocidas, la condición del pueblo, las impresiones, los lazos, las correspondencias extintas. En trece horas de viaje -periódicamente- se abrigaron materias recurrentes: las vías -corrupción, estado, paisajes-, el tráfico -afluente o escaso-, el estado de las perras, el apetito y el clima -la incipiente lluvia del 28 de abril-.

En nuestra reunión previa había conocido a las dos perras: una y otra atigradas, fornidas, impetuosas y recelosas -según Pedro- con toda visita extraña. Al acomodarnos en el sofá ellas se tumbaron a su lado escoltándolo: supervisaban nuestros movimientos. Tras la charla inicial, Pedro se dirigió a la cocina por unas cervezas, ellas se acercaron a olfatearnos -reconocernos- y, siendo admitidos, se marcharon a sobar la pierna de su amo -daban su consentimiento-; luego se dispersaron por la terraza. Durante el viaje trataba de ojearlas en el amplio baúl adaptado para su bienestar -varias horas permanecieron acostadas, se levantaban por momentos a esparcirse y volvían a recostarse-, las llamaba y, al verlas, volvía mi mirada a la carretera. Desinformado y ajeno a su universo, quise entender la razón de nuestro desplazamiento: el motivo por el que atravesábamos tres departamentos para realizar el apareamiento. La razón era simple: linaje. Pedro podía coordinar el proceso con un perro ubicado en Bogotá mas el resultado sería disconforme; el bóxer antioqueño era un perro campeón -célebre por su belleza, fuerza y ascendencia-, además, pertenecía a un criadero reputado. La camada de perros que podría llegar a tener se valorizaba con esta monta. Un documento legal expone el origen -tres generaciones ascendentes- de cada perro; tener este título certifica la procedencia legítima del animal. Para lograr esta empresa muchos de los apareamientos son incestuosos: el matrimonio entre los criaderos es endógamo -semejante a las relaciones hegemónicas colombianas-; a través de este sistema se preserva la estirpe y el comercio de la raza: a mayor abolengo, mayor precio. El apareamiento adecuado y avalado es complejo y burocrático: se requiere de una serie de exámenes garantizados por la clínica veterinaria, cirugías específicas -en caso de requerirse-, una alimentación apropiada y fechas exactas para el procedimiento. (Se reaviva la semejanza: educación, dinastía, dominios, atributos estéticos). El celo de las bóxer era evidente: la proximidad de perro alguno a la periferia del carro las excitaba bruscamente: ladraban, golpeaban el vidrio con sus patas y hocicos y se agitaban violentas e incómodas en el compartimento.

Pedro se había referido al territorio de destino en nuestra llamada -años atrás lo había conocido en el primer apareamiento de Brooklyn; uno de los frutos del encuentro fue Manhattan-: exaltó el paisaje de la región y la arquitectura de las residencias aledañas al criadero -incluso mencionó que dos reconocidos futbolistas poseían propiedades en la zona-; podría, ciertamente, obtener unas buenas fotografías: el cebo del anzuelo. No obstante, al llegar a Rionegro y comunicarnos con el dueño, hubo una modificación en el destino. Sustituido el rumbo, compramos unas cervezas en el camino e informamos al encargado de nuestra llegada; tras quince minutos las luces de su moto parpadearon: Camilo abrió el portón y pidió que lo siguiéramos. Pedro parqueó el carro, hubo una breve presentación y Camilo fue por Trooper -el perro designado-; ingresó con su hijo en una de las eclipsadas estancias de la finca y segundos después se presentaron con un bóxer corpulento y recio. Pedro lo observó y aprobó enseguida; se dirigió a la camioneta, bajó a las perras y de la umbría habitación manaron ladridos entusiastas -cuatro, cinco, seis perros gruñían enérgicos-: la alteración violenta de los animales se advertía en el choque continuo de sus cuerpos contra el metal de las jaulas. Aceleradas, Brooklyn y Manhattan, recorrieron el espacio desaforadas, enardecidas; Pedro las sujetó, el encargado y su hijo armaron deprisa una jaula plegable e ingresaron a Trooper en ella. Brooklyn fue internada y el colosal bóxer la montó: el nudo tardó dos minutos en atarse y diez más en soltarse. Una atmósfera tenebrosa se había apoderado del cielo: relámpagos purpúreos iluminaban el firmamento inundándolo con sus resplandores en el continuo lapso de sus truenos; las gotas perforaban el suelo y se enterraban en Antioquia: clamores azotados por vendavales. La desperdigada tempestad abatía la totalidad del territorio.

La imagen es peculiar: la pareja se encuentra anclada, estática; sus movimientos son leves: olfatea el suelo, observa a sus respectivos amos, procura atisbar a su análogo -acariciar, lamer, restregar- mas su postura impide siquiera un examen superficial, y quizá desconcertada, acaso expectante, permanece enganchada en el intervalo de la operación natural. Observamos la maniobra por unos minutos, luego nos sentamos y conversamos con Camilo: sabíamos de él -el tiempo que llevaba trabajando en el negocio; las dificultades del oficio; su lugar de domicilio: a diez minutos del criadero; el cuidado de los animales: alimentación, sanidad, vigilancia- y de los bóxer residentes -muchos de ellos emparentados con las perras de Pedro: fulano muerto, zutano enfermo, mengana trasladada- mientras tomábamos una cerveza. Advirtiendo el desenlace próximo, Pedro sirvió la cena de las perras -en el trayecto nos habíamos detenido varias veces a ofrecerles agua y comida en medio de sus esparcimientos mas ninguna de las dos había tragado más de dos bocados- y segundos después el nudo se desató; Brooklyn brincó emocionada: ladraba y correteaba a Trooper que se mostraba agotado y respondía el cariño de su par con dilación.

Una y otra devoraron el alimento con gana. Pedro averiguó con Camilo de la posada; el encargado -desorientado: extendiendo sus brazos, levantando su gorra y acomodándola- respondió que, a diferencia de la finca anterior -Pedro se refirió a ella-, ésta no contaba con habitación de huéspedes; miró alrededor apenado y explicó -fijándose en la luz que sobresalía por el dintel de una puerta de madera ajada- que la única habitación de descanso era ocupada por uno de los trabajadores de la finca. Aplacando su incomodidad, mencionamos que pasaríamos la noche en el carro -era espacioso y contaba con asientos reclinables-; en la mañana buscaríamos una posada cercana. Nos enseñó el baño y los interruptores; agarramos un par de sillas y nos sentamos a escuchar música. Abrimos una media botella de aguardiente y le ofrecimos un trago -lo tomó por decoro: madrugaba al día siguiente-. Pedro se refirió a Naknek risueño -dormíamos en habitaciones minúsculas amobladas con dos catres individuales y un trasto de rejillas metálicas dispuesto en el suelo o ajustado a una de las paredes-, miré la botella, presentí una noche prolongada -lluvia torrencial, humedad, descanso frustrado- y propuse la compra de otra media botella. Camilo nos acompañó a una tienda vecina y se marchó al regreso.

Minutos después el encargado volvió; se había comunicado con el dueño: informó la coyuntura y sugirió alojarnos en la casa principal de la finca; el propietario consintió la propuesta. Se disculpó por haber silenciado la alternativa pero precisaba su autorización. Agradecimos el esmero, nos subimos al carro y lo seguimos trescientos metros por una senda enlodada. Cercada por numerosas ceibas, yarumos y guayacanes se hallaba una hacienda tradicional antioqueña: dos plantas, muros macizos, ventanales, cubierta de barro cocido; flores y arbustos la circundaban. Acomodamos nuestras maletas plácidos y Camilo -siempre afable- se despidió. Recorrimos los cuartos, la cocina y los baños; Pedro le sirvió una nueva porción de comida a las perras y preparamos una cena ligera. Nos sentamos en una pequeña mesa contigua a la cocina y le pedí a Pedro que me relatara su historia cabal con los perros.

La narración inicia con una llamada: un día al azar, Julio, su suegro de aquel entonces  y propietario de un criadero de perros bóxer, lo invita a una exposición canina; Pedro, que desde niño ha tenido perros ordinarios en casa, acepta enseguida. El entorno lo fascina y seduce: es un ambiente competitivo, riguroso y activo; un ininterrumpido estado de alerta. Julio advierte la atracción y lo convoca una y otra vez; tres, cuatro, cinco veces más. El yerno ha sido cautivado: el rastreo, ahora, es recíproco. La posición de invitado se desfigura gradualmente: asiste a su suegro, colabora con los documentos requeridos en las competencias, acompaña a los perros, los exhibe. (Pedro menciona que la labor en las muestras es demandante: atención a los jueces, supervisión de los concursantes, presteza a las instrucciones del dueño). Los meses transcurren y Pedro hace parte de la nómina irremunerada: cuida de los perros en los certámenes y fuera de ellos.

Está motivado y ávido de aprendizaje del universo canino a diferencia de Mónica: desinteresada o quizá indiferente a la vehemencia que muestran su padre y novio por el criadero. Julio (¿encantado por el esmero de su yerno, acaso como pago por los meses de trabajo, tal vez estimulando el interés de su hija?) decide obsequiarle un perro a la pareja. Pedro, gozoso, entrena al perro y se encarga de su cuidado; vive con él. Un año después participa con el perro en una muestra; el adiestramiento y ejercicio meticuloso rinde resultado: es campeón en su categoría -beneficiando al criadero: se ha presentado en nombre de este-. El perro compite nuevamente y una vez más triunfa. En nuevas ferias disputa las primeras posiciones con los perros de Julio -exponiendo su linaje; favoreciendo a la casa- y la labor de Pedro es reconocida por sus competidores -uno de ellos Silvio, propietario del criadero antioqueño- forjando amistades con empresarios y operarios. Un mes después, disputando una exhibición en Medellín, Julio retira de la competencia a uno de sus perros; reprueba la competencia con el bóxer de Pedro: ansía la victoria particular y absoluta de su perro, no le interesa el éxito distribuido. La situación es tensa mas ignorada: nunca se discute. 

La relación con Mónica concluye posteriormente -una separación temporal concluida permanentemente por Pedro luego del incipiente trato con la mujer que sería su esposa- y, tras unos días, Pedro recibe la llamada de Julio: exige el regreso del perro -pertenece legalmente a su hija: puede constatarlo en los documentos legales; Pedro conoce la existencia del título- y es amenazado: de haber resistencia Julio mancillará su nombre y el del bóxer en la Federación -es un mundo pequeño, me dice Pedro-. Consulta las advertencias con su familia: aconsejan regresar al perro rehuyendo el desafío fiscal; batallar contra el poder adquisitivo de Julio es inútil. Duelo, aflicción y entrega. El año avanza y Silvio se entera de la situación ocurrida con Julio; llama a Pedro y le ofrece una perra recién nacida. Pedro la compra -Brooklyn-, la entrena y adiestra: es una perra campeona. No vuelve a ver a Julio en las muestras. Monta su criadero -Madhuban- y es esta su segunda camada.

En el transcurso de la entrevista tomamos algunas cervezas y la media botella de aguardiente -la otra yació en la nevera-. Apunté detalles, fechas y actitudes a pesar del cansancio mas admito que otras situaciones fueron ignoradas por fatiga; a media noche Pedro tampoco respondía las preguntas que le hacía o mencionaba que las había contestado minutos atrás. El sueño zanjó el diálogo; nos fundió a Pedro, las perras y a mí en la misma cama.

Me despertó la actividad de una de las perras en busca de la adecuación conveniente con mi figura, o la de Pedro, o quizás con un sector específico del edredón -habíamos dormido en posiciones intercaladas con ellas-; escuché la lluvia reventando el tejado y la baldosa ladrillada, me levanté -desde hace unos años se me dificulta dormir después de despertar- y fui a la cocina por un vaso de agua. Al regresar al cuarto, Pedro se despertó; tras las consultas matutinas, propuso llevar las perras al criadero y regresar a desayunar tras el segundo apareamiento. El proceso, esta vez, no fue inmediato: macho y hembra necesitaron unos minutos de más para el inherente ensamble. En medio de la espera Silvio se presentó: uno de los bóxer había enfermado. Camilo lo había llamado en la madrugada al advertir el desaliento, la falta de apetito y sus encías lívidas -blanquecinas como sus dientes-. El encargado cargó al bóxer, lo encaramó en la van y lo acostó en el huacal. El saludo de Silvio fue raudo y agobiado: se dirigía a la clínica veterinaria. Tras la conclusión del apareamiento -del gozo y el cansancio correspondientes-, dejamos a las perras en una de las estancias disponibles y regresamos a la casa: tomamos una ducha, desayunamos y partimos a Medellín.

Le pedí a Pedro que nos dirigiéramos a un Centro Comercial: quería comprar algunos libros y buscar algunos objetos que no encontré en los pueblos aledaños a la vereda. Callejeamos la ciudad: comimos aquí y allá, vagamos por los barrios y el día transcurrió entre lluvias intermitentes; la llovizna brotaba de repente sumergiendo la ciudad: humedecía las calles, los comercios, las personas. Escampamos en una tienda próxima al parque Lleras: compramos un par de gaseosas y reposamos por un rato. Escuché la conversación de una mujer -sexagenaria, creería- con un vigilante apoyado en un edificio vecino después del pronóstico lanzado por éste a un transeúnte: ¿Otra vez?, preguntó la mujer. Sí -afirmó el vigilante- por allá viene; alzó su mirada, elevó su brazo y señaló un punto distante. A volver todo mierda, afirmó molesta la mujer. El vigilante, indiferente al comentario, levantó sus manos y ladeó su cabeza hacia un costado. La mujer divisó la calle y concluyó: Claro, porque eso es lo que pasa: vuelven mierda todo y se van. Orienté mi mirada y avisté; acaso sea inevitable la obligación de destruir para edificar: la escultura tiende a quebrarse cuando se cimienta sobre el remiendo. Quizá la lluvia deba circular y arrasar las regiones franqueando los paradigmas y así labrar un futuro lozano.

Apresuramos el regreso: se debía coordinar un nuevo apareamiento entre Brooklyn y Trooper; no obstante, al presentarnos en el criadero, Camilo informó a Pedro de la realización del proceso en nuestra ausencia: se había dilatado nuevamente pero por suerte el nudo se había liado. Nos enteramos asimismo de la muerte del bóxer trasladado en la mañana a la clínica veterinaria: Camilo se refirió a lo sucedido con una serena aflicción, habló de la pérdida con una pena digna: afecto veraz; aludía a la muerte de un prójimo. Tomamos asiento con él y conversamos con tres niños que rondaban por el criadero -hijos de los trabajadores de la finca-: recorrían los pasadizos, escudriñaban el cielo ennegrecido y tanteaban la lluvia exponiendo sus palmas, esperando la suspensión repentina de la tempestad. Les preguntamos por sus nombres, su edad, su cotidianidad; uno de ellos, interesado y vigilante, permaneció un largo rato a nuestro lado: detallaba -con sagacidad e insolencia infantil- las labores desarrolladas en la finca, el cuidado de los animales y sus actividades recreativas al finalizar la jornada escolar. Una y otra vez, incentivando la actividad conjunta, enunciaba: Está lloviendo como duro, ¿no?… qué será que nos ponemos a hacer -consultaba cruzando los brazos sobre el pecho- porque está que llueve y llueve… ¡Duro, duro!; está como pa’ echarnos una fifazo, ¿no?. Lo escuchábamos entretenidos y Camilo disentía sonriendo, elevando sus cejas: Qué verraquito, no’cierto. 

Al regresar a la hacienda pensé en aquellas conversaciones triviales: aquel diálogo banal, ciertamente, es irrepetible; no se dará, probablemente, un reencuentro. En apariencia la charla es intrascendente mas la honda comprensión de sus cotidianidades es sustancial: ¿en qué momento deja de ser común lo extraordinario, o viceversa? Para alguno, quizá, la tenaz lluvia sea habitual: atravesando el pantano -fundido en la humedad, sumergido en el cieno- diariamente se fulmina la pavorosa tormenta. Abrimos la media botella que estaba en la nevera, preparamos lentejas para almorzar al día siguiente en el trayecto y hablamos de diversos temas banales sin gozo particular: el día nos había agotado.

A la mañana siguiente organizamos el cuarto, limpiamos la cocina y empacamos nuestro equipaje. Nos desplazamos al criadero procurando realizar un último proceso de apareamiento mas fue inútil; Brooklyn se arrimaba a Trooper ansiosa y éste ignoraba la petición: prefería olfatear el suelo, recorrer la pequeña jaula plegable y su único estímulo derivaba del acercamiento de su encargado. Diez minutos después la resignación fue directriz. Nos despedimos de Camilo y de su hijo agradeciendo la atención. Tomamos carretera y, contrario a nuestro trayecto inicial, éste fue silencioso: como suelen ser los retornos. Las frases que intercambiábamos se referían a la reanudación de las ocupaciones en la ciudad y la ruralidad. Varias veces Pedro preguntó por lo que llegaría a hacer: por los días, semanas y meses que vendrían; creo que, en cada ocasión, respondí -inseguro- algo similar: escribir sobre la inacabable lluvia. Llovía en cada departamento, en cada ciudad, en cada pueblo, en las vías y los caminos, sobre cada persona goteaba una borrasca incorpórea. Llovía cuando llegamos a la vereda y la precipitación se prolongó la noche entera… hasta hoy: torrentes bestiales, temerosas y pavorosas nos acompañan. 

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MANUEL BURBANO, EL ORIGEN DE SU TEMPLANZA