
Y EN CONTRA
A TRAVÉS
BERLÍN - COPENHAGUE
600 KILÓMETROS, SEIS DÍAS DE PEDALEO
Hay múltiples oficios y ejercicios, físicos y mentales, que se asemejan al ejercicio práctico de la escritura; en la cabeza, en el espíritu, en la rutina diaria suceden de manera similar, y, uno de ellos —para mí— es montar en bicicleta. Se tiene una historia, un camino a transitar, y el ciclista, en el tránsito, se ensimisma, se abstrae, piensa y divaga; pedalea por incontables senderos, respirando y suspirando mientras recuerda y crea a los personajes, las acciones, los escenarios. Así también considera, cada tanto, el impulso interno que lo ha llevado a agarrar el manubrio, o el lápiz, lo descifra, lo palpa y continúa, línea tras línea. A veces el ciclista pedalea con alegría, a veces con rabia; pedalea como si cada esfuerzo del músculo fuera una respuesta a un recuerdo, a una imagen fantasiosa, a situaciones que pueden llegar a ocurrir, o no —poco interesa—. El pedal arrastra el párrafo o la página, el carrete de la cámara, el fluir de la tinta y el negativo, el hacer que permite la transmisión de la historia.
A veces, en medio del ejercicio, llega el reposo, el paseo, la extensión de los músculos, de las manos, de las piernas, de la espalda, del cuello; se come, se duerme, y se vuelve una y otra vez por diferentes caminos, largos o cortos, con diferentes esfuerzos. Nadie sino él, o ella, pueden pedalear la bicicleta: es el cuerpo —mente y sistemas— propio el que debe realizar la acción, en solitario, contra todo pronóstico, atravesando cualquier ánimo o clima, y sólo él o ella, pueden andar la máquina que llevan entre las piernas, sujetar el manubrio con sus manos, mover los músculos desde el momento en que se suben a ella y planear —o no— un recorrido para transitar por el campo o la ciudad, mirando adelante, o echando, de vez en cuando, una mirada atrás.
I
Atrás quedó Berlín y, adelante, va mi compañero de viaje, Daniel Heppelter. Así se haya ejecutado la acción un centenar de veces, empezar no es fácil —tampoco lo es la concepción ni la ejecución de las ideas, de los proyectos—; tanto me aterra que me enerva: ¿podré lograrlo? La primera hora del recorrido pareciera agotar; luego, los músculos persisten: se debe confiar en ellos para la continuación autónoma y tenaz del ejercicio. Son ellos los que se acostumbran y apaciguan al cerebro: el ardor es fugaz y los calienta, los prepara para la hazaña. La sensación no es nueva pero tampoco frecuente: se percibió en las tres sesiones de entrenamiento; los trayectos no pueden equipararse pero son, en ese instante, referente y alimento. (Luego lo será el esfuerzo inmediatamente pasado). La planificación del viaje fue rápida: una tarde miramos la guía, después el mapa, el dedo lo atravesó de abajo hacia arriba en la pantalla y establecimos las escalas. Construimos el itinerario en un español que Daniel maneja bien, y en un alemán que yo, bajo presión, pedaleo en un cambio alto: la lengua rota con lentitud. En ese lenguaje confío, sin embargo, hay otro superior, uno que comunica las necesidades propias del recorrido: la velocidad y el ritmo del pedal.
Daniel va adelante, yo atrás; la rapidez suya al descender es la mía al ascender: es ese nuestro equilibrio. El equipamiento se ha repartido y lo ubicamos entre nuestras piernas: en las dos, tres, cuatro maletas que van sujetas a cada bicicleta; contamos con una pequeña cocina, unas sartenes, dos carpas y comida para un par de días, tres quizá. (¿Cuántos más si nos perdemos? Ni él ni yo hemos realizado un viaje similar en bicicleta). La proyección inicial indica que en seis días estaremos en Copenhague. La ruta desde Berlín existe y figura en múltiples rutas personales y oficiales; a la fecha ignoro la institución que la ha fundado y si se hace responsable. Sólo sé —el primer día— que, desde nuestro inicio en Oranienburg, a unos treinta kilómetros de Berlín, una lámina con la inscripción de las ciudades y un círculo atravesado por una cruz, será nuestra guía. La fiel lámina pegada a un tablero metálico indica con una flecha el sendero que se debe seguir. La señalización será clara a lo largo del camino, así como los cientos de kilómetros de vía que recorreremos los días de nuestro viaje: sean pavimentadas o perfiladas, invariablemente las hallaremos permitiendo el tránsito único de bicicletas.
Esta vía demarcada atraviesa los países: los corta como si hubieran pasado un lápiz por un mapa y, con este simple trazo, se hubieran dividido los bosques, las planicies y los cultivos (pareciera obra del mismísimo Moisés; así de limpia y visible es). Centenares de hayas, abetos y pinos acompañan el recorrido por los bosques del norte de Alemania, donde el único ruido ajeno a la vegetación, es el del ciclista y su bicicleta: con atención suprema se puede atender su respiro, el crujido de sus huesos, la fricción de la tela, el aplastamiento de las hojas, la tierra y los frutos que han caído de los árboles. La vastedad del paisaje, por el contrario, se observa a simple vista: todo llano y homogéneo; y así como se extiende hacia las nubes con los altísimos tallos de los árboles, así también se esparce hacia el horizonte con los infinitos cultivos de trigo que, uno tras otro, generan una placentera imagen continua y uniforme, una unidad absoluta. El cuadro es un deleite visual: el nivel a ras y el color común generan un contraste figurativo. En un comercial publicitario, el personaje podría lanzarse sobre las espigas y estas soportarían y suavizarían su caída simulando el algodón, las uvas o el aire que recibe y soba.
El paisaje rural, en esta primera etapa, como he dicho, es homogéneo, y lo seguirá siendo hasta nuestra llegada a Dinamarca; es el paisaje del pan, del plan, del orden, de la repetición, de la demanda y el mercado. Una unidad que será interrumpida, en contados tramos, por las estructuras deshabitadas y el abandono residencial alemán. Fuera un municipio, un pueblo o un corregimiento de una docena de casas, no veríamos un alma pasar. Nadie caminaba o abría la puerta de su casa, con curiosidad, tras evidenciar el ruido extranjero: el correr de la cadena, el avance o el descenso del cambio. Nada se presentaba sino el pasado: la duda de si aquel espacio había sido alguna vez habitado. A veces, el único ruido que se manifestaba era el de posibles animales —únicos residentes de esas tierras sin Dios ni ley—: quizá lo que escuchábamos era su recorrido matutino entre las antiguas salas y cocinas, entre el baño y las habitaciones de los niveles superiores. Otras veces nos recibía el crujido de una puerta o una ventana que cedía, finalmente, al poder natural: la enredadera que se apropiaba no sólo de la fachada sino también del interior de los espacios algunas vez pisados, espacios que algún día dieron abrigo.
Entonces cruzábamos esos territorios —un nuevo campo de trigo, maíz o remolacha— y surgía, de golpe y extraordinariamente, una fantasía: un pueblo de un único habitante; una única persona que levantaba la mano sorprendida, angustiada, turbada por la presencia de la vida, por el movimiento vivo de las piernas, recordándole tal vez su mortalidad y su sitio: «Ah, no he muerto». Y yo pensaba, cuando tenía el ánimo y la desconcentración, que un saludo, fuera el que fuera, le traería alegría, y le gritaba «¡Vecino!», y él levantaba la mano sin saber cómo o por qué era saludado, o qué le gritaban desde la distancia, o quién era el sujeto que movía su mano como si lo conociera y estuviera mentando su nombre con cariño. Era esa mi observación, eso examinaba: escenarios solitarios, monótonos, tiesos; pinturas concentradas en individuos sin rostro ni características concretas: sólo hombres y mujeres que blandían su mano con estupefacción saludando a un eterno espectador.
II
En algún momento de la tarde, fuera por el cansancio o por el clima, nos deteníamos en espacios de camping a pasar la noche. En todos ellos, Daniel preguntaba por el precio y la disponibilidad, y, tras pagar la suma —acompañada por algún refrigerio—, armábamos las carpas, hacíamos la cena y esperábamos exhaustos el descanso mental. Sobre la circunstancia propia del acampar tengo poco que añadir (incómoda, apretada, etcétera); sin embargo, me gustaría extenderme en una particularidad. Como bien puede esperarse, los espacios disponían de un amplio terreno para el acampamento de aventureros que permanecían uno o dos días antes de continuar su travesía, pero su espacio no sólo estaba ocupado por ellos, también lo estaba por una gran cantidad de casas rodantes (vehículos, en definición, de tránsito y movimiento) que eran alquiladas de manera temporal a ancianos europeos que continuaban sus rutinas y dinámicas diarias en este entorno campestre.
Así era cómo, valiéndonos de un ejemplo concreto, se podía observar la casa rodante —con sus llantas atascadas en el prado— acompañada de una gran carpa plástica que guarecía las plantas, la parrilla, las sillas y las mesas exteriores de la simulada y cómoda vida aventurera: un espejismo distorsionado. Las abuelas se levantaban de sus asientos y recorrían el territorio reconociendo, revisando e inspeccionando a sus nuevos vecinos —a estos habitantes pasajeros con los que compartirían los días en su estación ficticia—; daban un paseo por el bosque, compraban una cerveza y algo de comida, entraban a sus viviendas y encendían la televisión para ver el programa habitual: el noticiero de la noche, el nuevo capítulo de la serie o el episodio de la novela. Las veía e inevitablemente analizaba su elección: ¿seleccionaban este tipo de espacios para pasar la temporada veraniega por nostalgia, respondía a la economía: al precio? La ficción se presentaba a fuerza y prefería imaginar a esta comunidad residiendo de manera indefinida debido a la soledad.
Pero no era así. La particularidad de la circunstancia se acrecentó, días después, al conocer a través de múltiples conversaciones, que muchos de estos personajes viajaban en comunidad a vivir la simulación: el célebre plan se repetía anualmente con la llegada del verano y el grupo de viajantes residía por dos o tres meses exclusivamente en el espacio escogido. La realidad era singular pero me parecía —considerando la coyuntura nacional— insulsa. En este análisis posterior opto por una posibilidad más justa, una alternativa completa y contextualizada. Las gentes se mudan, y sus vidas continúan en aquellos lugares, en busca de compañía; sin importar si es invierno, primavera o verano, viven allí para poder cruzar una palabra, de vez en cuando, con un desconocido. Se mueven para dejar de vivir en sus territorios apartados, en sus vidas aisladas, y sus espacios transitorios son, tras años, sus viviendas principales. La comunicación con su ausente parentela continúa con la acostumbrada distancia, y mienten (como lo hace la música anciana de mi cuento 202): mencionan, al preguntárseles por su proceder, que todo continúa su rumbo habitual, que siguen visitando, cada martes, a la amiga de la infancia, al colega del antiguo trabajo, y cuelgan desde sus casas rodantes sabiendo que no morirán solas y abandonadas, que, el día de su deceso alguien se percatará del fallo de sus órganos, y quizá, minutos antes de agonizar alguien agarrará su mano.
Eso me gustaba pensar mientras veía a esa comunidad anciana alemana paseando campante por sus territorios individuales, casi propios, cuidando sus plantas de alquiler, sus viviendas rentadas; aseando cada habitación con el mismo empeño con el que limpiarían su vivienda propia. Esos domicilios repletos de objetos recolectados que algún día serán usados, que algún día servirán finalmente para algo; llenos de imanes en las neveras y fotos en la paredes de lugares que nunca han conocido, o de ideas en las que no creen; de personas que saludan pero detestan, de hombres y mujeres que desprecian e ignoran por la frustración generacional de no poder comunicarse con paciencia y tranquilidad en un universo ajeno e impropio. Esas imágenes se atravesaban cuando veía a alguno de sus miembros, en ellos me fijaba mientras organizábamos las carpas, preparábamos la cena y el sueño buscábamos para despertar y guardar nuestro equipo, acomodarlo en nuestras bicicletas y volver a emprender camino, frescos y limpios, tras una ducha caliente que nos habíamos dado la noche anterior o la mañana que empezaba, y saludábamos con un «Moin» a los viejos envueltos en sus albornoces y cubiertos por sus sandalias de caucho mientras apretaban sus neceseres de cuero dirigiéndose a sus baños privados.
III
El paisaje varía urbanamente al ascender, llegando a la costa. Las ciudades que se presentan poseen una arquitectura alemana clásica, de postal: casas de cuatro o cinco niveles de tonos amarillos, verdes y rojos, con cubiertas a dos aguas y las representativas cuadrículas alrededor de las ventanas frontales. Pueblos costeros que —en Alemania también— son conocidos por la amabilidad de sus gentes.
(Es necesaria la intervención. No, esta no es una cultura amable: en ninguna región, en ninguna ciudad, en ningún pueblo. Otras numerosas virtudes poseen pero esa no. En este país gobierna el desespero y la antipatía social: la necesidad del entendimiento inmediato, y, ante el desconocimiento o la incomprensión, se responde con desdén, con impaciencia, como si todo lo que se dijera fuera una obviedad; entonces deben —sienten la obligación— de repetir lenta, lentísimamente, cada palabra, a ver si, en este segundo o tercero intento, se es entendido; a ver si, hablándole como un imbécil al imbécil, vocalizando cada sílaba, presionando fuerte los dientes contra la lengua, se reconocen finalmente las palabras. Esa es la amabilidad, una que destruye, auf jeden Fall, la estima propia, pues se rebaja al interlocutor: se le muestra que poco o nada importa lo que es, ha sido, hecho o logrado; estos viejitos solitarios, destruidos e intolerantes evidencian y refriegan su condición migrante; estos viejitos que mueren por miles y tendrán que ver, desde el otro mundo, como su país es gobernando por la plaga que limpia hoy sus baños).
Tras dos horas de recorrido, en nuestro tercer día, nos detuvimos en Waren y esperamos que descendiera la lluvia que, en adelante, nos acompañaría hasta Dinamarca; diversidad de lluvias estarían presentes en cada uno de los trayectos y seguiríamos pedaleando a falta de alternativa: ¿dónde escampar en medio del bosque, en medio de la vía, en pleno recorrido? Moveríamos nuestras piernas, aumentando la velocidad, y trataríamos de abrir los ojos mientras la lluvia nos golpeaba en toda posible dirección. (Así también se escribe: sin importar las trabas y los obstáculos propios o ajenos). Y ese día, que sería el tramo más largo de la travesía, probaríamos nuestros músculos, nuestra resistencia, la capacidad mental —más que física, para mí— de continuar hasta llegar al destino programado. En ese momento ningún pensamiento me atormentaba: nada me influía o jugaba a favor o en contra. Solamente pedaleaba.
A veces, cuando se escribe, no se escribe; cuando se pinta, no se pinta; cuando se esculpe, no se esculpe. No hacer también es parte del oficio, y no pensar, también ocurre mientras se pedalea. Dejar la mente en blanco o estar concentrado en lo más vano, en lo más irrelevante, en aquello que carece de importancia. Únicamente se ve el manubrio, la llanta, el pedal, el sendero; se oye la secuencia repetida de los radios; se advierte el sudor en la frente, en el pecho, en la espalda, en la boca; se levanta la mirada y se observa el paisaje natural o artificial que se presenta. Se pedalea contra el viento, o con su favor, y el pensamiento es intrascendente, absolutamente superficial. No hay descubrimientos ni hallazgos lúcidos; no hay reflexiones profundas; no hay actos de contrición o perdón. Nada pensaba: ni la distancia transcurrida ni la que hacía falta por recorrer. Nada. Mi cuerpo estaba concentrado en una única tarea: pedalear.
Tenía la única certeza que muchas horas estaban por delante y debía perder toda concentración: sólo debía impulsar la bicicleta y asimilar que esto era un día, unas horas, un trayecto que acabaría, y disfrutaba de aquello, así llevara más de cinco horas pedaleando, más de cien kilómetros recorridos. Lo disfrutaba así costara, ardiera, tensara los músculos por momentos (paciente, como se escribe, una línea a la vez, y luego la otra); gozaba, básicamente, de la enorme oportunidad —del privilegio vital— de no hacer más que eso: recorrer un país, atravesarlo sin miedo y sentirlo casi propio; propio como el humano que observa una montaña y puede decir que ese árbol en la lejanía le pertenece, como la manzana que cae a la sombra del árbol y es propiedad del primer mengano que se la quiera comer. ¿A quién le pertenece el bosque, puedo vivir en él, alguien se percatará de mi existencia, alguien? Pero quién si acá no hay guardia ni policía ni juez. ¿Por qué la Amazonía es el pulmón del mundo y esta centena de árboles alemana? Les molesta la presencia migrante como si viviera en sus apartamentos, bajo sus enaguas, comiéndose como ratas sus alimentos olvidados. Acá, hay lugar.
Pensaba y no lo hacía, algo se asomaba y lo dejaba resbalar como sudor por mi sien mientras cruzaba la región. No obstante, había un único recuerdo que volvía una y otra vez, una alegría pasada que se aproximaba, me rodeaba y revoloteaba en mi cabeza: el entrenamiento infantil juntos a mis primos, mis hermanos y mi padre; en ellos pensaba, y sobre todo en él. Si él hubiera estado lúcido y vivo, como hace dieciséis o más años lo estuvo, este viaje lo habría alegrado; sin duda. Si él estuviera vivo… ¿estaría acá, pedaleando como él me enseñó, aguantando como él hubiera querido que lo hiciera? Lo ignoro. Yo seguía y sentía, cada tanto, un impulso en el sillín: «Hágale que ya vamos a llegar, hágale». Y eso me repetía en voz baja: ya llegaré, y todo pasará, como el dolor muscular, espiritual y también la vida.
IV
El reposo viene, en ocasiones, sin desearlo; y el cuarto día de travesía nos lo traería. Poco pasaría, y el descanso tendría forma de espera: una larga lista de detenciones no planeadas. La espera cruel del que quiere avanzar pero debe detenerse por circunstancias —por fortuna no adversas— que se encuentran fuera de su dominio. Una y otra vez hubo dilaciones, y una y otra vez tuvimos que detenernos por múltiples motivos hasta llegar finalmente al puerto de Rostock; en él esperaríamos dos horas más hasta nuestra salida: cruzaríamos el mar Báltico. Sentados, acomodándonos una y otra vez en el mismo asiento, parándonos, mirando alrededor o aguardando en una extensa fila para embarcar, esperamos. Subimos nuestras bicicletas al ferri, detrás de los buses y los automóviles, y… no, esta vez no esperamos, contemplamos el mar.
La presencia de las diversas fuentes de agua en todos los tramos del recorrido fue sinónimo de serenidad y calma, una absoluta placidez personal. El agua sugería la pausa y llamaba nuestra atención: ¿recorreríamos las regiones sin detenernos, en momento alguno y sin prisa, a contemplar el paisaje? En su presencia —en el mar, en los ríos y en los lagos— nos deteníamos, estacionábamos las bicicletas y poco decíamos; ¿qué se podía añadir? Los recónditos espejos de agua se ocultaban entre la vegetación y, al descubrirlos, transmitían su inmensa paz; eran oasis de quietud, interna y externa, donde el único movimiento que se presentaba era el del aire moviendo su piel, su corteza, su superficie plana. Sólo después de haber concluido el viaje —observando las fotos y pensando en su figura— me percato de su significativa relevancia: agua imprescindible, indispensable, necesaria; agua que nos hidrataba, limpiaba y aplacaba la intensidad de nuestro viaje.
Mirábamos el Báltico y su inmensidad arrullaba, equilibraba el afán y eliminaba las tribulaciones. El alemán quedaba atrás a paso de olas y el danés, ese idioma ligero, agudo y fino, brotaba con su suavidad. La primera parte del recorrido había concluido y, atravesado el norte alemán, nos esperaba el sur danés. Debo añadir que, quizá por la seductora impresión del mar, mi pensamiento corrió por un camino pueril e ingenuo: por alguna razón absurda imaginaba que, con el mero cruce del Báltico, todo sería diferente; que pisaría una nueva tierra y encontraría la absoluta novedad; que, así como el lenguaje era suave, delicado, leve, así sería el clima. Olvidaba que, todo lo que apacigua, tiene la propiedad, también, de atormentar.
Desde el ferri pudimos advertir las inmensas nubes cenicientas que se agrupaban en la costa danesa; los rayos caían y con ellos la posibilidad de hallar un destino seco, transitable, ameno. Diez minutos antes de descender, la lluvia comenzó a golpear las ventanas y tuvimos que vestir la ropa que se había secado hace unas horas en Alemania. La plataforma del barco se conectó con el puerto y, desde Gedser, nos acompañó la tormenta; durante dos horas pedaleamos, y en cada desviación, en cada cruce, yo esperaba la mutación súbita del paisaje, la manifestación pura —e ilusoria— de Dinamarca. Esperaba que un territorio asombroso repentinamente brotara; no fue así.
Nos detuvimos en un paradero de buses, miramos el mapa y nos dirigimos a un camping en Marielyst: una pequeña ciudad en Falster, la isla danesa en la que nos encontrábamos. Quince minutos antes de nuestra llegada, escampó. Un camino destapado nos dirigió al estacionamiento del hospedaje y no vimos a nadie; llamamos y tocamos puertas hasta la milagrosa aparición de una mujer: había disponibilidad. El trato de la trabajadora, y de un familiar suyo —aparentemente el dueño— que llegó minutos después, fue amable: preguntamos por la cifra, pagamos, nos mostraron el sitio y, al conocer nuestra procedencia, nos invitaron a ver los cuartos de final de la Eurocopa entre Alemania y España.
Entramos a la cafetería del camping y tres generaciones repartidas entre las mesas y un sofá —ubicado enfrente del televisor— nos recibieron; la familia departía y observaba el partido (España iba adelante en ese momento) mientras picaba alguna merienda. Pedimos una cerveza y la sirvió el mismísimo dueño de un pequeño bar ubicado en la esquina del lugar. Agarramos dos sillas y nos sentamos detrás del sofá ocupado por los hombres, adultos y jóvenes, que animaban a la selección española. Alemania empató y el dueño nos invitó a cenar: podíamos agarrar lo que quisiéramos de las ollas; mientras comíamos, el segundo gol —de una selección española que jugaba muchísimo mejor— llegó. Estábamos derrotados como la selección alemana de fútbol. Dormimos.
V
Fue una noche lluviosa; al despertar y sentirme resguardado pensé —como lo habría hecho un ilusorio danés— en mis equipos, en los objetos que me acompañaban. Agradecí su presencia y resistencia de principio a fin: fueron útiles, funcionales, sin falla; y eso, en un viaje como este, siempre es motivo de alegría; y no es materia despreciable: la preocupación es incesante, pues, en cualquier momento —en el instante menos pensado— un neumático, una maleta, los frenos o los cambios podían fallar, romperse o averiarse y eso habría trastocado y alterado abruptamente el itinerario y el programa del viaje. Son tan numerosas las variables que, al concluir la travesía, sólo pude observar de lejos nuestros equipos intactos y considerar que la Providencia nos había favorecido. Sí, habló de los objetos, hablo de ellos en este tramo danés. Sin embargo, para adentrarnos en su influencia y relevancia, debo retomar la ingenuidad: el presentimiento infundado de creer que, al cruzar la frontera, hallaría la gran diferencia, la novedad, el cambio radical.
El paisaje rural del sur de Dinamarca es tan similar al alemán que, en ocasiones, parecía el mismo país: exactamente el mismo territorio con algunas excepciones idiomáticas. Eso, en apariencia; no obstante, la atenta observación brinda graduales distinciones: en Dinamarca hay cuidado, cariño y atención estética; se habitan los territorios y las viviendas, y se evidencia la convivencia con el entorno. La ocupación es notoria, sea en las pequeñas casas de dos niveles, o en las antiguas casonas de cinco plantas con sus fachadas preservadas y su jardinería pulida. La preservación es espléndida, mas no fue esto lo que llamó mi atención. La magia se halla oculta en una nimiedad, en un rasgo ínfimo que puede desplegar su universo, un detalle minúsculo pero valioso: hablo de la presencia y disposición constante de objetos similares en las fachadas, en los jardines y en las ventanas; puntualmente, la presencia de objetos que cumplían a cabalidad con el equilibrio y el balance, como si aquella disposición no sólo nivelara la belleza sino el universo entero de sus vidas. La fórmula se repetía invariablemente, como si fuera una norma totalitaria, una regla estructural, una ley. Parecían, todas estas casas, viviendas de catálogo, distribuidas y organizadas de la misma manera; pero acá la uniformidad, presente en los cultivos, se mostraba como una imagen postiza y artificial.
Por tramos atravesaba la fantasía: imaginaba que la carretera que recorría no era una danesa o alemana sino una colombiana, y transformaba el paisaje monótono hallando en la ficción las montañas inmensas de la sabana: sus cultivos diversos, su heterogeneidad, y florecía la belleza —natural, clara y pura— en el campesino latinoamericano que siembra lo que se le va dando en su tierra, no sólo por la venta sino por explorar la pluralidad de sus alimentos. Cerraba los ojos, los abría y una gota de sudor caía: ardía, resentía y me carcomía las entrañas: ¿por qué no haber realizado un viaje similar mientras vivía en Colombia, por qué acá tan fácil y allá, para mí, se presentan tantas complicaciones, tantos peros, tantas trabas? Contenía el enfado analizando el contexto político, económico y cultural de la circunstancia, y algo de claridad llegaba, la suficiente para aplacar la irritación, y seguía impulsando los pedales: el sentimiento me llenaba de fuerza para continuar y llegar a mi destino, como lo había programado, como lo había querido.
Aprovechaba la oportunidad de recorrer esta tierra de privilegios, oportunidades y gracias selectivas; claro: para recorrer el mundo libre se requiere un documento, esa tarjeta que le permite andar los kilómetros y kilómetros de tierra libre y segura al viajero. Transitar por el primer mundo es evidenciar su fama, verla de frente, experimentarla; y el segundo espacio de reposo en Dinamarca expuso su seguridad, libertad y confianza en la ciudadanía. En medio del camino, dispuestas entre un bosque, se hallaban dos pequeñas casetas de madera, disponibles para cualquier aventurero, con dinero o sin él, que necesitara un espacio de descanso. Sí: al aire libre, gratuitas, con baño y papel; acompañadas por un círculo rocoso que ofrecía la posibilidad al visitante de prender fuego, calentarse y cocinar lo que quisiera.
¿Cuánto no pensaba, cuánto no equiparaba, cuántas imágenes no se atravesaban por mi cabeza? Sólo usted, que ha pensado en lo mismo que yo, lo sabe: me recorrían los pensamientos denigrantes, los que se han enquistado en el espíritu y en la identidad: Si esto estuviera en mi país. Sí, estaría ocupado por la gente que no tiene donde comerse un plato insípido de arroz mientras agarra la bolsa con sus tres harapos sucios y mojados tras haber sido desplazado de sus tierras. Ay, pero Europa, Alemania, Dinamarca… cómo podrían ofrecer esto a sus residentes si no tuvieran a países como los nuestros, si no explotaran el sur para mantener limpito y prolijo el norte.
VI
La mejor de las noches, quizá. A pesar de la tormenta, del viento que reventó por horas las copas de los árboles y de la angustia por la presentación de algún animal, descansé mucho mejor que los días anteriores. Acaso fue la sensación de libertad. Alistamos nuestros equipos con calma para el que sería nuestro último día de travesía; el viaje finalizaba: sólo cuatro o cinco horas de viaje para llegar a Copenhague. Para cumplir con nuestro itinerario optamos por recorrer un largo tramo de autopista vehicular, y el sendero fue ameno, sin preocupaciones, sin asaltos repentinos de los pitos o los gritos de los conductores. Ninguna complicación hallamos sino el simple cruce de una carretera, en su mayoría, llana. Treinta o cuarenta kilómetros de una autopista en línea recta, ¿y después? Más y más línea pavimentada, y ciclovías danesas: vías respetadas, e incluso prioritarias, para los habitantes del país.
Así se fueron aproximando los espacios urbanos, la ciudad, los automóviles, los restaurantes, los centros comerciales, las gentes diversas y heterogéneas que residen en estas ciudades multiculturales, abiertas para el público. Una ciudad similar a Berlín, a los espacios más limpios y mejor mantenidos de Berlín; una ciudad con más dinero, sin duda; una ciudad pulcra, plagada de ladrillo rojo, embellecida por sus canales, sus ríos y el mar; una ciudad adornada, como Berlín —en una proporción muchísimo menor— por sus espacios verdes, que también le pertenecen a la ciudadanía y son cuidados por ella. Eso iríamos encontrando a nuestro paso: una ciudad abierta, cívica, plácida, tranquila. Una ciudad de la que no me ocuparé pues el viaje llega a su fin al atravesarla.
¿Se presentó la absoluta dicha al llegar? No lo sé. Experimenté la misma sensación que tengo al concluir un texto: cuánto me falta por ver, cuánto por recorrer, cuánto por analizar, cuánto por escribir. Me gustaría concluir con el impulso primario que me llevó a emprender el viaje: si se tiene el ataque, arranque, sin pensárselo mucho, sin analizar hondamente su estado mental o físico. Ya aprenderá a volar armando el avión. Si la compañía surge, acójala. Si la adversidad se aproxima, enfréntela. Agarre lo poco o mucho que tenga y salga, pedalee. Es gratis, pedalear lo es. Andar por el mundo lo es, ¿o debería serlo? Siempre hágalo si puede. Si le da la gana de escribir, hágalo: agarre lápiz y papel, y hágalo.