TRES
TRASMALLO SEMANAL
Dos mujeres se abrazan. Una y otra se distinguen: se han visto, se han escuchado, se han ignorado, han cruzado múltiples líneas meses atrás, años atrás, sin embargo, puede que el diálogo mudo de sus cuerpos sea el gesto más franco y cariñoso que vayan a tener. Se abrazan porque quieren atrapar, entre sus brazos, a una tercera mujer ausente: anhelan e imaginan un cuerpo distinto. Incluso, si pudieran, lanzarían algunas palabras: sentencias y pactos perpetuos que se convienen y se repiten; pero no lo hacen, no lo consiguen, prefieren el insondable silencio, cierran sus labios y se aferran. Quisiera contemplar el abrazo pero no lo hago —será el pudor—, únicamente advierto la figura fundida en el pasillo.
Quizá, cuando se suelten, se sientan mejor —o peor, por supuesto— pero eso poco interesa: se han envuelto y una nueva relación ha iniciado (¿entre las dos, entre las tres?); sabrán, en adelante, que han sentido tristezas semejantes y esa unión primará. ‘Ella estuvo y fue’, pensarán al recordarse. Es probable que, en su próximo encuentro, se vean entre la multitud y corran a saludarse; poco importarán sus desconocidos estados, apellidos, opiniones o gustos. El abrazo que se han dado se impondrá, incluso será mayor que su relación pues posee una raíz pasada invencible, un cimiento inalcanzable. Acaso, cada vez que una piense en la otra, no se presentará su risa, ni una muda refinada, ni su cuerpo en el mar, ni un tropiezo invernal; no: será el abrazo lo que se manifieste, el cariño ciego, la presión de los ojos, la energía de los brazos, la firmeza de las piernas… Por suerte y sin quererlo, fui testigo de ese reinicio.
La muerte amista, querida lectora, no lo dude. Ignore y olvide aquel refrán que se refiere a la inmensa bondad del muerto; no y no: la persona ausente pudo haber sido bellaca, cruel, abyecta y desleal, no obstante, la piedad y el querer surgirán naturalmente con el abrazo de dos hombres extraños que se hallan. Ojalá se desconozcan, o apenas se distingan, pues quizá, tras el encuentro, múltiples relaciones se transformen. ¿No le he dicho que esas dos mujeres, apenas conocidas, agarraron sus cuerpos con el mayor de los cariños, como si compartieran los más íntimos secretos? Es posible que uno de estos días recuerden una conversación en Madrid, Paris o Bogotá y duden: ‘¿Estaba ella aquella vez?’. La vorágine brota desde el primer contacto agitando los recuerdos —las imágenes, los sonidos, los sentidos— y su hondo efecto los revuelca y esparce arbitrariamente. Yo que las he visto, que me he fijado en la forma de sus cuerpos —incluso yo—, dudo hoy, muchos días después, si eran dos o fueron tres las mujeres que se abrazaron esa noche en La casa de las culturas de Berlín. Quizá palparon sus brazos y, en silencio, pensaron: ‘Es ella’. Tanto pasó y tanto se dijeron sin mentar palabra alguna. ‘Yo sé’ manifestó la mano agarrando el omoplato; entonces surgió el entrañable perfume del dolor, lo reconocieron, y descubrieron sus ojos para asegurarse del espacio y el tiempo presente.
Hay días que recuerdan: innumerables escenas atraviesan su cabeza, empañando, súbitamente, la cotidianidad; quizá el abrazo —este y cuántos otros— proporcione un brevísimo alivio en el imparable curso de la vida; usted y yo lo sabemos: se rechaza el tiempo y se anhela una detención excepcional para advertir la vasta pena. Desean ausentarse, también ellas, por un instante: acompañar a la tercera mujer y no olvidarla tan deprisa, pues saben que sucede la vida. Intentan impedir la terrible llegada del olvido, pero quizá algún día llegue en un descuido. Tal vez, tras tantos olvidos y tantas ausencias, se resignen: todo pasará, todo se irá. Por suerte brilla la justicia natural: su rasero es uniforme, ininterrumpido y pleno; a todo ser le faltara el aire e irá al otro mundo o a ninguno tras múltiples abrazos finales.