SINIESTRO DILEMA

TRASMALLO SEMANAL

¿Cómo no iban a producirse catástrofes si cada persona provoca una? Al fin y al cabo, los pasajeros de cualquier vehículo forman una comunidad. Pero ellos no se dan cuenta, ni siquiera en un momento de peligro. Se creen en la obligación de ser en todo momento hostiles con los otros: por motivos políticos, sociales y un largo etcétera. Cuando hay tanto odio acumulado, se transmite a los objetos inanimados y provoca los males que todos conocemos.

Consideraciones sobre el tráfico, Joseph Roth

El sol reventaba el pavimento. Me detuve un instante en la mediana paralela a la carrilera, habiendo cruzado una de las franjas vehiculares de la avenida, cuando el tráfico del carril próximo aumentó progresivamente hasta mantenerse en el flujo incesante de las máquinas, descartando así el inconveniente cruce peatonal. Poco nos incumbe la ubicación precisa del suceso pues son múltiples las intersecciones bogotanas donde encontramos el acostumbrado aprieto en el que los peatones deciden pasar la calle e ignorar y desdeñar el puente peatonal. Esta particularidad espacial cívica, que debería denominarse de alguna manera (ya sea con un término correctivo, como lo haría el sistema punitivo contemporáneo, o con algún título curioso y anecdótico otorgado por algún acontecimiento de tiempos remotos), es extraordinariamente significativa y peculiar; en ella ocurren variedad de circunstancias representativas de la sociedad colombiana. 

Tras esperar en la mediana unos minutos, no sólo el carril próximo se atestó de vehículos sino también, y con la misma gradualidad, el carril oriental: la vía se cubrió de las ráfagas de automóviles, motos y buses apresurándose sin interrupción hacia el sur de la ciudad. Caminé de un lado a otro en la mediana divisando las manchas interminables de vehículos que ocupaban la avenida en ambos sentidos, sin posibilidad de moverme a oriente u occidente; ciertamente podría haber seguido el sendero de la carrilera del tren hacia el sur o el norte, encontrando, en algún momento, el requerido espacio libre mas cuánto podía tomar aquello y hasta dónde tendría que alejarme. Decidí esperar, asumir mi posición hasta que uno de los carriles se librara; tenía el tiempo, probé mi paciencia y reté a la ciudad. La mediana de la carrera Novena cuenta con dos espacios verdes que acompañan la carrilera; me tiré en uno de ellos como lo haría un perro maduro y resignado: reconociendo el terreno con una vuelta y tumbándome sin gracia. Recibí el sol mientras los autos continuaban incesantes y observé la variedad de personajes que llegaban a las aceras. En esa primera espera descubrí una pareja que discutía: uno de ellos se había abalanzando mientras el otro se había quedado inmóvil; el osado había detenido su impulso al no sentirse acompañado —al girar la vista y advertir la quietud— engendrándose la riña: era el momento oportuno, golpeaba su reloj y levantaba los brazos; la conversación de la escalada disputa se puede inferir con facilidad: juzga a su acompañante de temeroso, de cobarde, y este, a su vez, sentencia su imprudencia diaria, su impuntualidad, su arbitrariedad. 

Los peatones llegaban, esperaban y se iban, unos cuantos temerarios se arrojaban recibiendo un concierto de bocinas, pitos e insultos; numerosos transeúntes hacían lo debido: cruzar el puente peatonal. Abrí mi morral y saqué la novela que leía por esos días; leí unas cinco páginas hasta que el reflejo intenso de las hojas imposibilitó la lectura, y con esto, la resolución de la singular historia de Manuela Sánchez. Dirigí la mirada hacia el norte y advertí ciertos movimientos inusuales en el puente peatonal; cuatro sujetos recorrían el sendero elevado, señalaban espacios y se silbaban entre las aceras: una banda criminal. Los puentes peatonales son espacios idóneos para el oficio delincuencial. Hallé un primer vigilante en uno de los accesos, un par de bandidos sobre la plataforma, y un último en el otro ingreso. Ciertamente se identifica el riesgo de atravesar la calle y ser atropellado, así como la plausible amenaza de los asaltantes; los peatones se percatan de la velocidad de los vehículos, cavilan y se percibe el tradicional y preventivo gesto bogotano: embutir el celular, los documentos y un par de billetes en la ropa interior; luego, correr. Observé dos atracos seguidos en menos de quince minutos: los transeúntes atravesaban el camino distraídos, conectados a sus celulares, tecleando en las pantallas cuando uno de los maleantes cerraba su paso, el peatón descubría el rostro del bandido e intentaba regresar siendo recibido por su compañero; uno de los dos pasaba su brazo por el cuello de la víctima y su mano contraria punzaba la navaja en sus costillas. Los objetos de interés eran retirados por el segundo de los bandidos que lo conducía hasta las escaleras de salida; los campaneros cumplían cabalmente su función: anunciar el peligro policial. 

Había pasado una hora desde el inicio de la travesía; sentí hambre y sed, tomé agua del termo y registré mi morral: encontré, inesperadamente, una chocolatina que uno de mis hermanos me había regalado días atrás; sin embargo, las pastillas se habían reblandecido; me llevé un par a la boca, chupe mis dedos y, al advertir su textura y sabor, me indispuse: tuve que escupir el pedazo de chocolate al prado. En breve emergió un grupo de hormigas que trepó la pasta masticada, la desintegró y la fue trasladando paulatinamente a su hormiguero. Me acosté en el prado boca abajo mirando, a oriente y a occidente, los nuevos peatones que se estacionaban en el andén esperando, como yo, la detención vehicular. Reconocí uno de los perfiles más originales: aquel peatón apresurado e ingenuo —en ocasiones descarado— que estira su brazo, extiende su mano, arrima la llanta delantera de su bicicleta y cree, innegablemente, que algún conductor se apiadará, frenará su veloz máquina y le permitirá el paso por la vía; incluso se justifica: es sólo un momento, cuánta prisa pueden llevar todas estas personas, sólo la muerte es definitiva; mi premura es real, impostergable, importante. Uno de ellos hizo el intento: sacó la mitad de su cuerpo a la vía, movió su brazo, extendió sus dedos y se lanzó sin escrúpulo alguno; el primero de los vehículos se detuvo bruscamente —clavando el puño en el pito—, el transeúnte soportó los insultos por un brevísimo instante y arrimó su cuerpo nuevamente mas no hubo detención alguna en el segundo carril. Se vio obligado a regresar avergonzado, clavando su mirada en el suelo mientras subía cada uno de los escalones de cemento.

Otras horas esperé, y algunos minutos de más. Dos motos de policía llegaron a los accesos del puente peatonal en busca de la banda que se había desintegrado y repartido las ganancias con tranquilidad tras el segundo atraco; después de algunas rondas, un nuevo grupo de pillos se adueñaría del negocio criminal. Observé nuevas discusiones de pareja, la espera de múltiples transeúntes, advertí su resignación y su rabia al subir el puente peatonal. Distinguí figuras conocidas: imágenes borrosas y fugaces llevadas por veloces vendavales. Todo eso vi en mi espera sin que nadie se percatara, sólo las hormigas. ¿Existirá mi resistencia si no se evidencia? Existe; sólo permaneciendo en el desarrollo disciplinado de la labor propia del espíritu se puede evolucionar. Tanto así que, como creador del espacio y la circunstancia, la titularé: Siniestro Dilema o Dilema Siniestro; se permite desde hoy su variación.

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