SANTOS RECESOS II

TRASMALLO SEMANAL

SEGUNDA PARTE

Puedo concebir fácilmente los sermones tras haberlos escuchado toda la infancia en las celebraciones dominicales y cada primer viernes del mes en la capilla del colegio. Unas cuantas líneas guía se requieren para su elaboración, y el orden de los factores no altera el producto, su dirección final será invariablemente el arrepentimiento y la incesante culpa. A saber: se advierte la tentación y se peca por la debilidad de la carne y la insuficiencia espiritual, llega la contrición y la absoluta necesidad de responsabilizarnos por nuestras faltas: reconocer nuestro proceder miserable, identificar nuestra desgracia y sólo así Dios podrá perdonarnos; pero cuidado: la culpa constante es imprescindible. Continuamente se expondrá el dolor físico y emocional de Cristo: el hijo del Padre fue traicionado y crucificado por la salvación de la humanidad, y tú, abyecto animal mundano, no puedes reprimir tus instintos. Aquellas homilías, en la Semana Santa, eran tajantes y rotundas por la evidente gravedad de los acontecimientos: las descripciones del oprobio, tortura y muerte de Cristo son bárbaras y sanguinarias. Yo prestaba atención a la impactante lectura y cada uno de los actos conmemorativos realizados en aquellas misas me amedrentaba. La historia, sin importar las creencias particulares, es conmovedora: un palestino, insurgente y pacifista, desestabilizó el tradicional sistema religioso judío a través de sus parábolas, su conducta piadosa y sus acciones prodigiosas; su presencia y sus manifestaciones hartaron a los sumos sacerdotes y a los fariseos, quienes pusieron precio a su cabeza: Judas, uno de sus camaradas, lo traiciona (treinta monedas de plata le dieron tras besar la mejilla de su maestro). Jesús lo presiente, lo augura, y decide reunirse con sus apóstoles: comerán una última vez juntos; tras la cena les lava los pies: anhela que ellos, sus discípulos, obren del mismo modo: misericordia y austeridad. Se retira, ora y es atrapado por los soldados; es llevado ante diferentes jueces: sus crímenes son imprecisos y ninguno logra resolver una sanción idónea. Ante la indecisión lo enseñan al pueblo para que sea este quien decida su futuro; es presentando junto a otro reo, Barrabás: un famoso delincuente. Las gentes dictaminan: crucifixión para el subversivo, liberación para el criminal. En el recorrido a su castigo final es linchado, azotado y ridiculizado. Finalmente muere clavado a una cruz, su madre y sus amigos atestiguan la atroz agonía. 

(El recuento —sabido y popular globalmente— pareciera innecesario y evidente mas su función es reflexiva: esta historia se ha repetido de formas similares en innumerables ocasiones a lo largo de la historia, en todos los continentes y, sin lugar a dudas, en todos los países; habrá algunos personajes más célebres que otros pero en toda comunidad se ha asesinado, censurado, ridiculizado y amonestado a las figuras disruptivas. Las dinámicas persistirán y, como la guerra y la corrupción, no acabarán: hacen parte de la naturaleza humana; sin embargo, quizá reconocerlas y apropiarlas permita alivianar el breve paso por la tierra. Puede que ese sea el valor de las historias).

Recuerdo con precisión algunos de los actos conmemorativos: escenas solemnes, visualmente estremecedoras y colmadas de signos divinamente temerosos. Al llegar a las diferentes iglesias se observaba enseguida el gigantesco velo morado que cubría la escultura central de Cristo; al avanzar hacia las bancas y mirar alrededor se divisaban las múltiples mantas dispuestas sobre cada una de las estatuas, cuadros y vitrales que representaban las etapas dolorosas del ungido. Velos negros revestían a las ancianas ubicadas en las sillas delanteras; arrodilladas, pasaban las cuencas de sus rosarios susurrando en un unísono fatal la oración correspondiente. Temía el movimiento de sus cabezas: imaginaba que, bruscamente, alguna descubriría su rostro mortífero y, con sus brazos ensangrentados por los santos estigmas, se dirigiría a mí culpándome: conociendo, como ángeles, cada pecado cometido. Había escuchado tantas historias aterradoras en las reuniones familiares que, cada vez que el sacerdote levantaba la hostia, mantenía mi mirada fija en sus manos esperando que la harina se transformara en carne, la carne de Cristo, tiñendo de escarlata las manos del cura; miraba sin pestañear el velo del Altísimo, imaginando el movimiento gradual de la escultura: Dios se desprendería de la pared despedazando las baldosas albinas, el suelo se derretiría y la lava infernal penetraría en la tierra aniquilando a los pecadores. Entonces me sentaba, cerraba mis ojos y estudiaba mis pecados: ese día asistiría al juicio final, debía prepararme para el fin de la humanidad. El Padre eterno, siendo una entidad omnipresente, juzgaría a todas las personas de la tierra al mismo tiempo, en segundos terrenales, y atadas a la picota angelical, recibirían su veredicto consumado: el sagrado cielo —alcanzando el estado absoluto de armonía y placidez: escuchando la más bella de las músicas, contemplando el más esplendido de los paisajes, experimentando una insondable comodidad— o el maldito infierno —padeciendo el desgarro de los músculos y los huesos en las fauces de los demonios, captando el eterno ardor del cuerpo y la perpetua desdicha—. Siendo aquel veredicto el único y verdadero, debía rezar y pedir perdón por mis culpas —¿cuáles y cuántas podía haber cometido?—, reflexionaba sobre mi proceder: sería un ser mejor suprimiendo el humano en mí.

Entre la llegada y el inicio de la ceremonia anochecía; sólo las velas iluminaban los rostros de la multitud, así iniciaba la procesión de los sacerdotes y los diáconos por el sendero principal del templo. El canto abatido brotaba de los parlantes acompañado por las voces de los feligreses, el incensario humeaba y la creciente nube ascendía hacia la cubierta, esparciéndose y colándose por el armazón y las columnas de la iglesia. Yo miraba en torno fijándome en las personas que, como mis familiares, cantaban entusiastas, seguían el recorrido de la procesión, inclinaban sus cabezas, suplicaban perdón a Dios, e intentaban concentrar su entero pensamiento al reflexivo curso de la ceremonia: sentarse, levantarse, arrodillarse, extender los brazos, estrechar la mano del vecino y golpearse el pecho en el momento requerido —tres puños culpables se daba mi padre en el centro de su pecho—. En consecuencia, perdía la concentración arrepentida y temerosa, y me fijaba en las figuras circundantes: observaba los asistentes inusuales, los creyentes de domingos fortuitos; mi mirada indiscreta calificaba su intrusión: inspeccionaba su núcleo familiar, sus atuendos, sus gestos, el tono de sus respuestas —¿los extranjeros responderán de manera similar?—. De esas distracciones regresaba regularmente de dos modos: al interponerse la supervisión severa de mi padre o al escuchar el estremecedor coro de voces de la multitud (durante esos años, en aquellas ceremonias, las parroquias se atestaban de feligreses; incluso se debía llegar con anticipación para hallar puestos desocupados, de lo contrario se escuchaban las extensas ceremonias desde las puertas de acceso, aguantando el frío o la lluvia que frecuentemente acompaña el mes de abril). Así pasábamos el dolor, la muerte y la resurrección; el domingo, día de gozo para el cristiano, era, para mí, el retorno al tedio, al hastío, a la apatía: asistíamos a la misa en la mañana y la tarde entera adelantaba, como podía, todas las tareas que debían ser presentadas los días próximos en las detestables clases. Entre la concentración y la dispersión pasaron aquellos años de vastas y angustiosas ceremonias religiosas y extenuantes cursos académicos. 

Después, ignoro el año exacto —y dudo incluso que haya sido súbito el cambio—, llegó la transformación: el viaje. ¿Quién propuso la disrupción, cómo se gestionó, hubo confrontación? No lo recuerdo, y poco importa; hubo felicidad: en los pueblos las condiciones eran diferentes, vivas, cándidas. ¿Cómo negar la calma provincial, los universos acuáticos, la unión fraterna, la convergencia adolescente? En aquellos lugares los hábitos radicales mermaban: el ruido se tomaba el espacio público y entristecer en medio de una festividad era inviable. Las tías, mi madre, los adultos se apiadaban, nos abandonaban y se dirigían a los rituales: el calor y los abanicos bastaban para adormecerlos; quizá estaban tan cansados como nosotros y Dios se compadecía: suficiente, pueden descansar. 

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