
EMBERÁ
Ignoro el inicio de ese socorro a la ansiedad -dudo que alguien lo pueda identificar-, surgió bruscamente y es ingobernable; sucede, la mayoría de ocasiones, en la espera: observo mis dedos -irreflexiva- y me fijo en un pedazo vacilante, un trozo desordenado, me lo llevo a los dientes, lo muerdo -como un conejo: avanzo lenta y constantemente-, lo arranco y escupo; regresa mi mirada y retomo una extensa serie de cortes sinuosos, continúo hasta percatar el primer rastro de sangre, en ese momento me detengo.
Aguardo, insisto y persevero en esta ciudad ajena y extraña; conservo los dedos -de mis manos y pies- y el pelo, por suerte; la razón por azar. Cocinamos en la acera: sazonamos los alimentos -generalmente donados, otros son hallados en uno de los montes que guarecen esta ciudad- con el ruido y la mugre de los carros. Mantengo los estribos por la necesidad corporal y el reflejo mecánico de protección; me resguardo de la lluvia y atesoro el calor de la hoguera, por instinto.
Mientras recorro este territorio -sucio y hostil- recuerdo lo dejado: objetos sin precio estimado, poseen únicamente un valor individual -¿a quién sino a mí podrían importarle?-. ¿Qué habrá sido de todo aquello? ¿Tendrán un nuevo propietario o los habrán quemado y son ahora cenizas como tantas casas que vi arder? ¿A quién solicito -exijo- el retorno de lo que alguna vez fue propio? Y el tiempo… también se ha perdido: no se ha extraviado, se ha desperdiciado.
Debo esperar el procedimiento adecuado, la oportuna restitución; sin embargo, para eso, me veo obligada a presentar y exponer mi queja en una oficina ubicada en la calle X con carrera Y -números y palabras inútiles en mi estado-; ofrecen una reubicación temporal -una provisión, ciertamente, indefinida-: un alojamiento situado en una nueva dirección desconocida. Requieren documentos imprescindibles para el auxilio, en caso de no tenerlos debo solicitarlos en una tercera dirección: guías irreconocibles. Camino buscando esos espacios y pienso de nuevo en la razón, en la justificación, en el motivo por el que me ocurre esto a mí -recapacito-: a cientos de familias. Regreso: los pájaros golpean las hojas de los árboles, huyen, y el pueblo corre despavorido, salvan sus vidas.
La ciudad me doblega. Atesoro la honra, las extremidades, los ojos, la lengua y el oído. Todo se me ha usurpado, hasta los pellejos de los dedos que -mas-, con el paso de los días, volverán a crecer.