
MESITAS
Una mujer espera y recrea a lo largo del día -desde la primera chispa de luz hasta el rayano de la noche- una conversación; la evocación finaliza al desnudarse y tenderse en la cama, donde ha decidido -en un acto de tolerancia con sí misma- dejar sus cavilaciones sobre sus sandalias, reposando, o sobre su mesa de noche, soltando un rosario que, al culminar su labor, dicta la pacífica llegada del sueño con la caída de sus cuentas en el cristal.
En su espera, transita senderos y explora analogías y relaciones para sus juicios; hay días que las encuentra en la selva, en las flores, en las piedras, en los gestos de los transeúntes -inmersos en la congoja: poseídos por cuerpos cansados y arrastrados por las suelas de sus zapatos-; detesta cómo su agonía se transforma involuntariamente en saludos cordiales y ríctuses extendidos: su fisonomía le parece mezquina e hipócrita; su actitud desacorda con su aspecto harapiento y desahuciado.
Cocina platos que come o guarda según su ánimo; mas, reconociendo su parecer y disposición, diría que come con gusto y ansia cuando brotan las ideas y se construyen y enlazan en su boca como si en vez de digerir alimentos escupiera razonamientos.
Toma siestas; su cabeza cansada exige descanso, entonces lucha en su contra hasta caer profunda. Los movimientos la despiertan: su mano aplasta -instintivamente- los insectos que se pasean por su boca y pecho. Una, dos y tres veces se golpea; despierta inquieta y roja: ha llegado la hora. Se levanta y contempla las luces intermitentes del pueblo, entonces piensa cuán mal deben estar para no venir a visitarla.